En un giro que nadie, absolutamente nadie, pudo prever, los sagaces burócratas de la nación más poderosa de la Tierra se han visto obligados, una vez más, a indagar en el portentoso milagro de la conducción autónoma de Tesla. El motivo: una plaga de vehículos que, en un arrebato de creatividad libertaria, han decidido que los semáforos en rojo son una simple sugerencia y que la calzada contraria ofrece vistas más pintorescas, todo ello salpicado con el inevitable performance artístico de choques y lesionados.
La Administración Nacional de Seguridad del Tráfico en las Carreteras (NHTSA), en un documento que huele a desesperación contenida, ha catalogado 58 episodios en los que estos automóviles visionarios han reinterpretado las leyes de la física y el tránsito con la audacia de un artista vanguardista. Lo más notable es el coro unánime de sus chóferes, quienes, extasiados por la fe tecnológica, juran que los prodigiosos coches no les advirtieron sobre su comportamiento inesperado. ¡Una verdadera sorpresa!
El verano pasado, un jurado en Miami, carente de la debida perspicacia futurista, tuvo la osadía de dictaminar que Tesla era parcialmente responsable de un accidente mortal. La compañía, fiel a su ethos de disruptir hasta la misma noción de responsabilidad, anunció que apelaría tan mezquina decisión. Doscientos cuarenta millones de dólares son un pequeño precio por pavimentar el camino hacia el mañana.
El nuevo y monumental escrutinio abarca una flota de casi tres millones de vehículos, todos ellos bendecidos con el software de Conducción Autónoma Completa. Un sistema que, en un alarde de nomenclatura orwelliana, exige que el conductor humano esté más alerta que si estuviera manejando un carruaje tirado por caballos espantadizos. Mientras tanto, el Sumo Sacerdote de la innovación, Elon Musk, continúa predicando la inminente llegada del vehículo que no requiere intervención, una promesa tan tangible como el humo.
Esta pesquisa es solo el último capítulo en una épica saga de investigaciones donde la función FSD ha sido vinculada a un elenco de lesiones y muertes. La defensa corporativa es una joya de la dialéctica moderna: el sistema no puede conducir solo, pero usted debe actuar como si pudiera, hasta que demuestre lo contrario de la manera más contundente posible.
La NHTSA, en su cruzada contra la imaginación, también indaga una función que permite al automóvil acudir solitario al encuentro de su dueño, una innovación que ha resultado en una sinfonía de choques menores en estacionamientos. Es el precio del progreso, una coreografía de latonazos y paragolpes abollados en honor al dios de la automatización.
Y por si fuera poco, la agencia investiga si la empresa estaba reportando accidentes con la puntualidad debida, un detalle burocrático sin duda aburrido para una entidad que se comunica con Marte.
Mientras las investigaciones avanzan, con la siempre presente espada de Damocles de los retiros del mercado, el profeta Musk se afana bajo una presión titánica. Su nuevo mandato es demostrar que sus creaciones no solo han superado sus pequeños tropiezos iniciales, sino que han evolucionado hasta un punto en el que el conductor puede, por fin, dedicar su atención a contemplar el cielo a través del techo panorámico. Su más reciente profecía anuncia un ejército de cientos de miles de robotaxis para el próximo año, un futuro tan radiante que casi ciega ante los destellos de las ambulancias.
Mientras tanto, en el prosaico mundo de las finanzas, las acciones de Tesla caían un modesto 2%. Una corrección menor, sin duda, en el vertiginoso viaje hacia la utopía automotriz.