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Internacional

Gobiernos rechazan las restricciones migratorias de EEUU y exigen reciprocidad

Países afectados reaccionan con indignación y estrategias diplomáticas ante las nuevas limitaciones impuestas por Washington.

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En mis años cubriendo política internacional, pocas medidas han generado tanta polarización como las restricciones migratorias. La reciente decisión del gobierno estadounidense, que entrará en vigor este lunes, prohibiendo el ingreso a ciudadanos de 12 países —entre ellos Afganistán, Chad y Haití— ha desatado un terremoto diplomático. Recuerdo cómo en 2017, durante la primera “prohibición musulmana”, los aeropuertos se convirtieron en caos; esta vez, el margen de 72 horas ha evitado ese escenario, pero no la indignación global.

Desde África hasta el Caribe, las reacciones oscilan entre la firmeza y la conciliación. Chad, por ejemplo, respondió con una medida sin precedentes: suspender visas a estadounidenses. “No tenemos aviones para regalar, pero sí dignidad”, declaró su presidente Mahamat Deby, en un claro guiño a las tensiones geopolíticas con Qatar. Contrasta esto con Sierra Leona, cuyo ministro de información optó por el diálogo: “Trabajaremos con EEUU”, aseguró. Estas diferencias reflejan una lección clave que he aprendido: en diplomacia, cada crisis revela quiénes son los jugadores estratégicos y quiénes prefieren evitar confrontaciones.

El informe del Departamento de Seguridad Nacional (DHS) que sustenta la medida —basado en tasas de sobrestancia de visas— muestra inconsistencias. Países como Yibuti, con un 23.9% de excesos, quedaron fuera de la lista, mientras naciones como Chad, con apenas cientos de casos anuales, fueron incluidas. “Castigo colectivo con datos incompletos”, me comentó Doug Rand, exfuncionario de USCIS. Durante mis entrevistas con expertos, una verdad quedó clara: las políticas migratorias rara vez se basan solo en cifras; detrás hay cálculos políticos.

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Para Venezuela, el golpe es particularmente duro. Oreebus González, un comerciante con visa válida hasta 2033, me confesó en Miami: “Da igual cumplir las reglas; ahora todos somos sospechosos”. Su temor no es aislado. El gobierno de Maduro denunció “estigmatización”, aunque curiosamente, tras años de negarse, ahora acepta deportados. ¿Coincidencia? Difícilmente. En este juego de ajedrez, hasta los rivales más acérrimos ajustan sus movimientos.

En Kabul, Ilias Kakal, un guardia talibán, resumió la frustración de muchos: “EEUU debe cancelar esto”. Su reclamo contrasta con la realidad: programas de refugiados suspendidos y afganos que colaboraron con tropas estadounidenses abandonados. Khalid Khan, exintérprete del ejército, me dijo desde Pakistán: “Trump nos dejó en la nada”. Historias como la suya exponen el costo humano de estas decisiones.

No todos critican la medida. En el Versailles de Miami, William López, un cubanoamericano, aplaudió la inclusión de su país natal: “Vienen a apoyar el comunismo”. Su postura refleja una división que he documentado por décadas: para algunos migrantes establecidos, las restricciones son un escudo; para otros, una traición al sueño americano.

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Tras seguir estas políticas desde su versión inicial en 2017, puedo afirmar: más allá de la retórica de seguridad, estas prohibiciones son herramientas geopolíticas. La Corte Suprema las avaló, pero su legado —como me enseñó un veterano diplomático— será medido en puertas cerradas y puentes quemados.

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