Israel e Irán juegan al ping-pong con misiles mientras el mundo aplaude

En un espectáculo digno de un reality show bélico, Israel e Irán decidieron que la diplomacia es demasiado aburrida y optaron por un intercambio de fuegos artificiales nucleares. Mientras Teherán enviaba drones con mensajes de “amistad” a Tel Aviv, Jerusalén respondió con tarjetas postales explosivas a la prisión de Evin, ese exclusivo resort cinco estrellas para disidentes políticos y occidentales con mala suerte.

La Guardia Revolucionaria iraní, esos anfitriones tan solícitos, aseguraron que los huéspedes no sufrieron daños… porque convenientemente habían trasladado el material nuclear a otro spa subterráneo. ¡Qué detalle! Mientras tanto, el OIEA, ese club de fans de la energía atómica, se limitó a tomar notas como un notario en una pelea de bar.

En Washington, el ex presidente Trump —siempre tan sutil— había iniciado esta danza macabra bombardeando instalaciones nucleares como si fueran puestos de limonada. “Es para que aprendan”, debió pensar mientras ordenaba lanzar bombas antibúnker del tamaño de un elefante. Irán, ofendidísimo, declaró que eso era “cruzar la línea roja”, como si el resto de sus actividades fueran un picnic pacifista.

La UE, esa abuela bienintencionada que reparte caramelos en una guerra de pandillas, sugirió “diálogo”. Mientras, en Moscú, Putin servía té y simpatía a los iraníes, porque nada une más que un enemigo común llamado Occidente.

El verdadero ganador de este circo: la industria armamentística, que ve cómo sus acciones suben más rápido que los misiles. ¿El perdedor? La humanidad, pero ¿a quién le importa cuando hay petróleo que proteger y egos que alimentar?