El gobierno israelí, en un movimiento diplomático de gran firmeza, responsabilizó directamente este lunes al primer ministro australiano, Anthony Albanese, por el mortífero atentado ocurrido el domingo en la icónica playa de Bondi, en Sídney. El ataque, que segó la vida de 15 personas durante la celebración judía de Jánuca, ha sido interpretado por Jerusalén como un resultado directo del clima político fomentado desde el poder.
Un análisis profundo del atentado en Bondi y sus causas políticas
Desde mi experiencia observando décadas de conflicto, he visto cómo las narrativas políticas pueden trascender los discursos y materializarse en violencia. El Ejecutivo de Benjamín Netanyahu argumenta, con una lógica que busca ser causal, que el reconocimiento del Estado palestino por parte de Australia y la permisividad con manifestaciones críticas con la ofensiva en Gaza han creado un caldo de cultivo peligroso. En esas protestas, según la visión israelí, se normalizaron consignas de claro tinte antisemita, cruzando la línea de la crítica política legítima hacia el odio identitario. He aprendido que cuando un gobierno percibe que otro legitima narrativas que considera existencialmente amenazantes, la reacción suele ser de una contundencia extrema, como estamos presenciando.
La delgada línea entre la protesta y la incitación: reflexiones desde la experiencia
Las declaraciones del ministro de Exteriores israelí, Gideon Saar, encapsulan una lección duramente aprendida a lo largo de la historia: ciertos discursos no son mera expresión de ideas. “Esos lemas no son parte de la libertad de expresión”, afirmó, advirtiendo que conducen inexorablemente a la violencia. Esta postura no nace de la teoría, sino de la trágica y repetida constatación práctica. En mi trayectoria, he visto cómo la retórica deshumanizante, una vez instalada en el espacio público sin oposición clara, abre la puerta a que individuos radicalizados traduzcan el odio en acción. La advertencia de Israel a Australia es, en esencia, un recordatorio de la enorme responsabilidad que tienen los estados al gestionar el discurso público en tiempos de polarización extrema. No se trata de silenciar la disidencia, sino de discernir y actuar contra el lenguaje que busca, no debatir, sino eliminar al otro.















