Una Cumbre Cargada de Simbolismo y Ausencias Estratégicas
Tras años de observar la evolución de la diplomacia multilateral, puedo afirmar que la reciente Cumbre del Grupo de los 20 en Sudáfrica quedará grabada en los anales de la geopolítica contemporánea. La ausencia de Estados Unidos, la próxima nación en presidir el bloque, no fue un simple contratiempo logístico; fue una declaración de principios del gobierno del presidente Donald Trump que resonó en cada sala de Johannesburgo. He sido testigo de cómo estos foros pueden fraguar o fracturar consensos, y esta vez, el boicot estadounidense impregnó las conversaciones con una tensión palpable.
El momento más elocuente llegó con la clausura. El presidente sudafricano Cyril Ramaphosa golpeó el mazo de madera, un gesto cargado de tradición que simboliza la transferencia de liderazgo. Sin embargo, el acto quedó incompleto. En mi experiencia, la entrega del mazo es un ritual que sella la continuidad del diálogo global. Que ningún funcionario estadounidense estuviera presente para recibirlo no fue una mera anécdota; fue la materialización de una fractura en el sistema de cooperación internacional.
La justificación del boicot—las acusaciones de Trump sobre la persecución de la minoría afrikáner—evidenció cómo las narrativas domésticas pueden alterar el tablero global. La negativa de Sudáfrica a aceptar a un funcionario de menor rango para la ceremonia me recordó una lección fundamental: en la alta diplomacia, los protocolos no son formalismos vacíos, sino el lenguaje mediante el cual se negocian el respeto y la posición relativa de las naciones.
La Agenda del Sur Global Toma la Delantera
La primera cumbre del G20 en África rompió moldes desde su inicio. La emisión de una declaración de líderes el primer día, en lugar del habitual documento final, fue una jugada maestra. En mis años analizando estas cumbres, he aprendido que quien controla el calendario controla la narrativa. Al presentar tempranamente una agenda centrada en el cambio climático y la desigualdad de riqueza global, Sudáfrica y sus aliados consolidaron su posición frente a la oposición de Estados Unidos y Argentina, cuya ausencia del presidente Javier Milei reforzó el aislamiento diplomático de Washington.
El respaldo de potencias como China, Rusia, Francia y Alemania a la declaración demostró un realineamiento táctico. Los llamados a financiar la recuperación tras desastres climáticos y aliviar la deuda de las naciones en desarrollo no son nuevos, pero su centralidad en esta cumbre marcó un punto de inflexión. Como me comentó una vez un veterano diplomático, “las ausencias crean espacios que otros están dispuestos a ocupar”.
La afirmación de Ramaphosa de que Sudáfrica había colocado “las prioridades de África y el Sur Global en el corazón de la agenda” no era retórica vacía. Sin embargo, en este oficio he aprendido a leer entre líneas. El comentario captado por un micrófono abierto—”No fue fácil”—revelaba la enorme presión diplomática detrás de escena.
El Verdadero Impacto Más Allá de los Titulares
Sudáfrica presentó la declaración como una victoria para la cooperación multilateral frente al aislacionismo de “Estados Unidos primero”. Pero la experiencia me ha enseñado a ser cauteloso con estos triunfos. Las declaraciones del G20, aunque significativas, carecen de carácter vinculante. Su impacto a largo plazo depende de la voluntad política posterior, que suele diluirse una vez que los líderes regresan a sus realidades domésticas.
La omisión en el documento final de un panel internacional sobre desigualdad de riqueza, similar al panel climático de la ONU, confirmó una realidad que he observado repetidamente: los consensos en estos foros suelen alcanzarse en el nivel más bajo común denominador. Las propuestas más ambiciosas frecuentemente naufragan ante los intereses nacionales contrapuestos.
La escasa mención a Ucrania en la declaración de 122 puntos, reducida a un llamado genérico al cese de conflictos, evidenció las limitaciones del G20 para abordar crisis geopolíticas activas. La observación del presidente francés Emmanuel Macron sobre la lucha del bloque por establecer “un estándar común en las crisis geopolíticas” resonó con mi propia evaluación: mientras las divisiones estratégicas persistan, la efectividad del foro seguirá siendo segmentada.
Un Legado de Significado Simbólico
A pesar de las limitaciones, el significado histórico de esta cumbre para las naciones en desarrollo no debe subestimarse. Como señaló Max Lawson de Oxfam, era la primera vez que la emergencia de la desigualdad ocupaba un lugar central en la agenda de líderes mundiales.
La perspectiva del presidente de Namibia, Netumbo Nandi-Ndaitwah, cuya nación fue una de las muchas invitadas como observadora, capturó la esencia del momento: la importancia de abordar las prioridades de desarrollo desde una óptica africana representa un reequilibrio necesario en la gobernanza global. En mi trayectoria, he visto cómo estos momentos simbólicos pueden, con el tiempo, traducirse en cambios concretos en las arquitecturas de poder internacional.
La cumbre de Johannesburgo será recordada no solo por quién estuvo presente, sino por quién decidió no estarlo—y por cómo el mundo continuó dialogando a pesar de las ausencias. La diplomacia, como la vida, sigue su curso incluso cuando algunos jugadores clave se retiran temporalmente del tablero.














