Con los años, he visto ciclos de manipulación, pero lo que vivimos ahora es distinto. No es una simple mentira; es una pandemia de desinformación. Esta fue la conclusión unánime en la mesa “Noticias falseadas. El poder de la mentira” del X Congreso Internacional de la Lengua Española. Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, lo resumió con una sabiduría que solo da la experiencia: “Hay que huir de los dogmas y seguir buscando razones para defender los valores propios”. Me recordó a las redacciones de antaño, donde la prisa nunca justificaba la falta de rigor.
García Montero, con la precisión de un filólogo, señaló que los bulos prosperan por una nueva forma de comunicación que distorsiona la relación con la verdad. Las ideologías, explicó, buscan crear una realidad a su medida. “Esa sustitución de la realidad por la virtualidad”, afirmó, “mina lo fundamental para el periodismo: la necesidad de habitar la información veraz“. Una lección que aprendí a fuerza de errores: informar no es lo mismo que comunicar; uno implica un deber con la realidad, el otro puede ser solo ruido. Por eso, su llamado a defender la decencia de los periodistas no es una consigna, es un salvavidas para la profesión.
Reflexionando sobre el ecosistema actual, diagnosticó un problema estructural. “Entre las redes sociales y los medios de comunicación en manos de millonarios que priorizan sus intereses sobre la información, los periodistas lo tienen muy complicado”. He visto cómo colegas talentosos se ven forzados a elegir entre su integridad y su sustento. La analogía que usó es cruda pero cierta: “Si uno trabaja en un estercolero, o produce estiércol o queda fuera de juego”. Defender la decencia informativa en un entorno que premia el escándalo es la batalla más dura de nuestra era.
Su mensaje, sin embargo, no fue de derrota. En mis peores momentos, también he tentado a la rendición. Pero García Montero advirtió: “En épocas de incertidumbre, tirar la toalla significa aceptar las injusticias”. El pesimismo, dijo, es un lujo que no podemos permitirnos. “Tirar la toalla invita al conformismo: ‘nada tiene arreglo’. Y entonces, uno mete el pie en el estercolero, miente con la complicidad de la prisa… y se dedica a generar realidades virtuales en favor de los poderosos”. Es la tentación constante: la noticia fugaz que nadie recordará mañana, pero que hoy envenena el debate.
La veterana periodista Pepa Bueno, de RTVE, aportó una perspectiva histórica crucial. La mentira siempre ha existido, pero su capacidad de viralización actual no tiene precedentes. Señaló 2016 como un punto de inflexión global, con el Brexit, el plebiscito por la Paz en Colombia y la elección de Donald Trump. Son hitos que, desde mi tribuna, marcaron un antes y un después en la percepción pública de la verdad. Su propuesta es un antídoto práctico: un triple ejercicio de transparencia por parte de los medios: profesional, editorial y financiera. Sin esta claridad, la credibilidad es imposible.
Finalmente, Juan Aurelio Arévalo Miró-Quesada, director de “El Comercio” de Perú, puso el dedo en la llaga de un fenómeno que observo a diario. “Hoy tenemos a más gente interesada no en estar informada, sino en estar afirmada”, afirmó. “Quieren que los medios les digan que lo que creen es cierto”. El buen periodismo, en cambio, te dice la verdad, aunque no te guste. Este conflicto genera un corto circuito: audiencias que consumen información a través de burbujas algorítmicas y medios que insisten en hechos incómodos. La consecuencia, tal como la he visto erosionar discusiones familiares y amistades, es letal: la gente simplemente se aleja, borra la cuenta o cancela el contacto. Y esa desconexión, concluyó con amarga certeza, “es letal para una democracia“. La batalla, pues, no es solo por clicks, es por la convivencia misma.