En un giro que hubiera dejado pálido al mismísimo Jonathan Swift, el Sumo Pontífice de la toga negra, el magistrado John Roberts, ha bendecido temporalmente la última extravagancia fiscal del Divino Emperador de Mar-a-Lago. Con la solemnidad de un notario avalando el testamento de un excéntrico millonario, la Corte Suprema ha decidido que congelar cinco mil millones de dólares en ayuda exterior –dinero aprobado democráticamente por ese molesto órgano llamado Congreso– es un capricho presidencial perfectamente congelable.
El gobierno de Trump, en su inagotable búsqueda de precedentes legales, ha desempolvado una autoridad tan antigua y polvorienta que probablemente estaba escrita en pergamino. Una potestad que no se invocaba desde que los dinosaurios, o algo parecido, vagaban por la Tierra hace cincuenta años. ¡Qué audacia jurídica! ¡Qué osadía constitucional! ¿Para qué sirve el poder si no es para resucitar arcana legislativa que permita ignorar al Parlamento?
La orden judicial es, nos aseguran, “temporal”. Claro, como la sonrisa de un lobo frente a un rebaño de ovejas. Pero el mensaje está claro: los jueces de la más alta instancia guiñan un ojo ante la monumental farsa de retener fondos que, según un tribunal inferior –esa molesta instancia llena de jueces que aún creen en eso de “la ley”–, era “probablemente ilegal”. El juez Amir Ali, ese idealista iluso, tuvo la temeridad de dictaminar que el Congreso, ese órgano electo por el pueblo, debería aprobar semejante despropósito. ¡Qué idea tan anticuada y burocrática!
Así, el circo de los tres poderes sigue su función: el Ejecutivo actúa como un niño caprichoso con la chequera de sus padres, el Legislativo mira impotente cómo su voluntad es congelada más rápido que un carámbano en Alaska, y el Judicial da su beneplácito provisional con la elegancia de un camarero sirviendo champagne en el Titanic. Todo está en orden. El absurdo es ley y la parodia, doctrina de Estado.