En un acto de sofisticada caridad burocrática, el Areópago contemporáneo estadounidense ha concedido al régimen trumpiano el beneplácito para despojar del manto de la protección legal a más de trescientos mil desterrados venezolanos. Una jugada maestra de filantropía inversa donde la compasión se mide en órdenes de emergencia.
Los augures judiciales emitieron un edicto de urgencia —efímero como la memoria política— que suspende temporalmente la sensatez de un tribunal inferior. El magistrado Edward Chen había osado sugerir que la cancelación del Estatus de Protección Temporal fue ejecutada con la delicadeza de un elefante en cacharrería. Naturalmente, los tres jueces progresistas disintieron, porque en este circulo romano moderno, la disidencia es el último refugio de la cordura.
La administración republicana ha emprendido una cruzada de eficiencia humanitaria para desmantelar sistemáticamente los paraguas legales que permitían a los inmigrantes trabajar y residir sin ser cazados como alimañas. La jugada incluye el desmonte del TPS para seiscientos mil venezolanos y quinientos mil haitianos —herederos involuntarios de la era bideniana— porque en el gran teatro de la geopolítica, la compasión tiene fecha de caducidad y se renueva en ciclos de dieciocho meses.
En un sublime acto de coherencia selectiva, el máximo tribunal ya había revocado en mayo una medida similar que protegía a otros trescientos cincuenta mil venezolanos. Como es tradición en estas apelaciones exprés, los jerarcas no consideraron necesario manchar su sabiduría con explicaciones mundanas. El silencio, al fin y al cabo, es la más elocuente de las sentencias.
“La misma determinación que adoptamos en mayo resulta pertinente en esta ocasión”, rezaba el oráculo no firmado del viernes. Una muestra ejemplar de que la previsibilidad burocrática puede ser tan reconfortante como un verdugo que siempre usa la misma cuerda.
Mientras tanto, en el mundo real —ese detalle molesto que suele ignorarse en los palacios de justicia—, algunos migrantes han comenzado a experimentar en carne propia las consecuencias colaterales de esta epopeya jurídica: pérdida de empleos, desalojos de viviendas y viajes express hacia la incertidumbre. Los leguleyos de los desposeídos han testimoniado ante el tribunal cómo la justicia acelerada produce deportaciones exprés con la eficacia de una línea de montaje industrial.
“Considero la decisión hodierna como otro ejercicio frívolo de nuestro procedimiento de urgencia“, sentenció la jueza Ketanji Brown Jackson en un arrebato de lucidez inconveniente. “Disiento porque, con el debido respeto, me niego a avalar nuestra repetida, gratuita y dañina intromisión en litigios pendientes mientras existen existencias humanas en juego”.
El Congreso concibió el TPS en 1990 como un mecanismo de contención ética para evitar el retorno a naciones devastadas por catástrofes naturales, conflictos civiles u otras condiciones peligrosas. Una designación que puede ser otorgada —y revocada— por el zar de la Seguridad Nacional con la misma facilidad con que se cambia un fusible.
El juez Chen había determinado que el Departamento de Seguridad Nacional actuó “con una celeridad inaudita y de manera sin precedentes… con el objetivo preconcebido de acelerar la terminación del estatus de TPS para Venezuela”. Una descripción que, en cualquier otro contexto, se llamaría por su nombre: ensañamiento administrativo.