La farsa burocrática navega sobre las aguas del desastre
En un espectáculo de devastación coreografiado con precisión celestial, el Tifón Kalmaegi ha ofrecido a la nación filipina otra magistral lección sobre la sublime irrelevancia de la planificación humana. El meteoro, con la delicadeza de un elefante en una cacharrería, ha dejado un reguero de al menos 85 cadáveres y 75 desapariciones, principalmente gracias a las inundaciones que convirtieron poblados enteros en acuarios improvisados donde los ciudadanos, convertidos en efímeros trapecistas, suplicaban rescate desde sus tejados.
Como guinda de este pastel trágico, la Fuerza Aérea filipina contribuyó al drama con una pieza de teatro del absurdo: un helicóptero de ayuda humanitaria que, en un acto de solidaridad con las víctimas, decidió estrellarse en la provincia de Agusan del Sur. Las autoridades, maestras en el arte de la elipsis, se negaron a revelar los detalles del percance, sugiriendo quizás que la aeronave simplemente sucumbió al hastío existencial.
Mientras Kalmaegi abandonaba el archipiélago con la elegancia de un divo que abandona el escenario—no sin antes soltar vientos de 130 km/h y ráfagas de 180 km/h—, la provincia de Cebú se consagraba como el escenario principal de esta tragicomedia. Allí, las inundaciones repentinas ejecutaron su coreografía con tal brío que un río y otros cuerpos de agua, en un arrebato de entusiasmo, decidieron expandir sus dominios sobre el paisaje urbano.
El sublime arte de la improvisación institucional
Bernardo Rafaelito Alejandro IV, un nombre tan largo como la lista de fallecidos, junto con otros burócratas provinciales, explicaron con esa serenidad burocrática que desconcierta a los mortales comunes que la mayoría de las defunciones ocurrieron por ahogamiento. Algunos afortunados, sin embargo, disfrutaron de una variación temática mediante aludes de tierra y escombros, demostrando la versatilidad creativa de la catástrofe.
La Cruz Roja, esa noble institución que hace milagros con una mano atada a la espalda por la ineptitud estructural, recibió tantas llamadas de auxilio que sus teléfonos podrían haber fundido el cableado nacional. Gwendolyn Pang, su secretaria general, se convirtió en la operadora de un reality show donde los concursantes competían por no convertirse en estadística.
La gobernadora de Cebú, Pamela Baricuatro, ofreció una joya de sabiduría política al declarar a The Associated Press: “Hicimos todo lo posible por el tifón, pero, ya saben, realmente hay algunas cosas inesperadas como las inundaciones repentinas”. Una revelación comparable a descubrir que el agua moja, aunque quizás menos evidente para quienes diseñan los proyectos de control de inundaciones.
La poesía surrealista del desastre
Caloy Ramirez, rescatista voluntario y ahora poeta accidental del apocalipsis, describió cómo la inundación masiva transformó una exclusiva urbanización ribereña en un museo de esculturas posmodernas compuesto por camionetas volcadas y viviendas destrozadas. Los residentes, convertidos en alpinistas urbanos por necesidad, escalaban hacia plantas superiores con la determinación de quien huye de un diseño urbanístico suicida.
“Siempre esperamos lo peor y lo que vi ayer fue lo peor”, confesó Ramirez, estableciendo un nuevo estándar para el subdesarrollo esperanzador. Los rostros de los residentes, según su relato, se iluminaban al ver a sus salvadores, en un conmovedor espectáculo de éxtasis colectivo ante la simple posibilidad de seguir con vida.
La sagaz gobernadora Baricuatro identificó el verdadero villano de esta epopeya: no el fenómeno meteorológico, sino “años de extracción de canteras” y “proyectos de control de inundaciones mal ejecutados”. Una revelación que coincide curiosamente con el reciente escándalo de corrupción que ha provocado indignación pública, como si el agua turbia de las inundaciones reflejara fielmente la turbiedad moral de las instituciones.
El ballet coreografiado de la calamidad
Cebú, esa próspera provincia de más de 2,4 millones de almas, ha declarado el estado de calamidad, ese ritual administrativo que permite a las autoridades desembolsar fondos con la celeridad de un caracol burocrático. La ironía suprema: las zonas devastadas por el reciente terremoto se salvaron milagrosamente de las inundaciones, como si los dioses del caos hubieran establecido cuotas territoriales para el sufrimiento.
Las autoridades, en un alarde de previsión, habían evacuado a más de 387.000 personas, prohibido la navegación y cancelado 186 vuelos, demostrando que saben perfectamente cómo gestionar las consecuencias aunque ignoren cómo prevenir las causas. Filipinas, azotada por unos 20 tifones anuales, baila este vals catastrófico con la elegancia de quien ha convertido el desastre en rutina.
Mientras el centro de Vietnam se prepara para recibir a Kalmaegi con la resignación de quien sabe que el espectáculo debe continuar, los meteorólogos tailandeses advierten sobre lluvias “fuertes a muy fuertes”. Una escala de medición que parece extraída de un manual de literatura fantástica, perfecta para describir estos tiempos donde la realidad supera sistemáticamente a la ficción más descabellada.
En este gran teatro del absurdo, donde la naturaleza ejerce de dramaturga implacable y la burocracia de actor tragicómico, los ciudadanos improvisan cada día su papel entre aguas furiosas y promesas evaporadas, en una función que, por desgracia, nunca anuncia su final.


















