En un sublime ejercicio de diplomacia contemporánea, las grandes potencias del globo han perfeccionado el arte de la negociación: se sientan a hablar de treguas mientras financian y ejecutan, con meticulosa puntualidad, el intercambio recíproco de fuego, muerte y oscuridad. El sábado, la humanidad fue testigo de otro capítulo magistral de este ballet geopolítico. Ucrania, en un gesto de fina cortesía bélica, envió un enjambre de drones a saludar a la región rusa de Sarátov, dejando como recuerdo dos vidas segadas y las ventanas de un jardín de infantes destrozadas, una metáfora demasiado obvia del futuro que se está construyendo. Moscú, no queriendo ser menos en este protocolo de la barbarie, respondió con la elegancia que le caracteriza: lanzó más de cuatrocientos cincuenta drones y misiones de buenas noches contra la infraestructura ucraniana, sumiendo a más de un millón de almas en la penumbra fría. ¡Qué manera tan conmovedora de iluminar el camino hacia la mesa de diálogo!
Mientras tanto, en Berlín, los sumos sacerdotes de la política exterior —Estados Unidos, Ucrania, Alemania— se disponían a reiniciar las conversaciones de paz. Término encantador, “conversaciones de paz”, que en el léxico moderno significa discutir acaloradamente cómo repartirse los pedazos de un país que sigue ardiendo en tiempo real. El presidente Donald Trump, ese paladín de la eficacia, presiona por un final rápido de la guerra, mostrándose “exasperado por la demora”. Uno casi puede verlo, consultando su reloj de oro mientras, en un monitor, las cifras de bajas civiles se actualizan como cotizaciones bursátiles. La impaciencia es comprensible: tanta destrucción interfiere con el flujo normal de los negocios.
El verdadero nudo gordiano de estas charlas, por supuesto, es la industrializada región del Donbás. Rusia, con la desfachatez de un jugador de póker que se niega a soltar las fichas robadas, ha anunciado por boca de su asesor Yuri Ushakov que, pacte lo que se pacte, su policía y Guardia Nacional se quedarán allí para velar por el orden. Es decir, Moscú ofrece magnánimamente un alto el fuego… siempre y cuando el ejército rival se retire primero de la línea del frente. Es la lógica impecable del matón que, tras apoderarse de la mitad del patio, exige que el otro niño se vaya a casa para poder declarar la victoria. Kiev, con una terquedad casi poética, se niega a ceder un territorio que, en partes, aún controla. Un embrollo digno de Kafka, si Kafka hubiera escrito guiones para el reality show del apocalipsis.
En las líneas del frente, la realidad es tan maleable como la propaganda. Mientras Rusia proclama la captura total de Pokrovsk, Ucrania insiste en que controla su parte norte. The Associated Press, ese notario impotente de nuestra era, no pudo verificar ninguna de las afirmaciones. En la guerra postmoderna, la verdad es la primera baja, y se la entierra bajo un montón de comunicados contradictorios.
El colofón de esta jornada de “esfuerzos por la paz” lo puso un tren entre Polonia y Kiev, evacuado por una amenaza fantasma. Las autoridades polacas, en alerta máxima, sospechan —¡sorpresa!— de la mano de Moscú. Es el toque final de absurdo: incluso los rieles que llevan a la zona de conflicto deben ser saboteados, como si la guerra, insaciable, exigiera también su peaje en suspenso y paranoia lejos del campo de batalla.
Así avanza la civilización en el siglo XXI. Se convierte el frío en arma, la luz en privilegio, y la vida humana en una estadística negociable entre una ronda de drones y la siguiente taza de café en una sala con aire acondicionado en Berlín. Swift y Orwell se quedarían sin adjetivos. O quizás, simplemente, llorarían.
















