La farsa judicial como arma de venganza política
En el sublime teatro de lo absurdo que constituye la política contemporánea, acaba de levantarse el telón para otro acto de esa comedia bufa que llamamos justicia. La coalición de capítulos de la NAACP en Nueva York iniciaba su ritual anual de autocomplacencia cuando la fiscal general Letitia James, miembro prominente de esta sacrosanta congregación, canceló su aparición. ¿La razón? Había sido imputada por el Departamento de Justicia por el pecado capital de fraude hipotecario, delito que la propia interesada calificó —con esa solemnidad que sólo poseen los poderosos cuando se sienten amenazados— de “violación gravísima de nuestro orden constitucional”.
He aquí el primer movimiento de este ballet kafkiano: quienes ayer blandían la espada de la ley hoy se escudan tras su escudo. La misma James que persiguió con saña evangélica a la Organización Trump por presuntas fechorías empresariales, ahora descubre —¡oh, sorpresa!— que el sistema judicial puede ser un arma de doble filo. La ironía sería deliciosa si no fuera tan trágicamente predecible.
Los organizadores del concilio anual, lejos de cuestionar este espectáculo de circo romano, aprovecharon para pontificar sobre la necesidad de “construir poder político” frente a lo que denominaron —con esa retórica grandilocuente tan característica— “ataques federales contra el bienestar social”. Una líder de la NAACP proclamó, con la solemnidad de un oráculo griego: “Fue mediante nuestra acción colectiva que se edificó una democracia”. Lo que omitió mencionar es que esa misma acción colectiva parece reservarse exclusivamente para proteger a los poderosos cuando les llega su turno en el patíbulo.
El verdadero drama —o más bien farsa— se desarrolla en un escenario donde el presidente Trump, ese titiritero supremo, parece estar manipulando los hilos de la justicia para ajustar cuentas personales. Las acusaciones contra James y contra Lisa Cook, miembro de la Junta de la Reserva Federal, constituyen ese tipo de coincidencias que sólo un ciego llamaría casualidad. Los defensores de la corrección política inmediatamente alzaron el grito al cielo: ¡ataque específico contra mujeres líderes negras!
Pero reduzcamos este argumento al absurdo: ¿acaso el sistema judicial, esa entidad supuestamente ciega e imparcial, ha desarrollado de pronto visión binocular para discriminar por género y raza? ¿O más bien estamos presenciando el espectáculo grotesco de una élite política que, cuando las herramientas de persecución que ella misma creó se vuelven contra sus miembros, inmediatamente clama al cielo invocando fantasmas históricos?
La propiedad de vivienda, nos dicen, ha sido históricamente restringida para las familias negras. Ciertamente. Pero qué conveniente resulta ahora que este legado de opresión sirva de escudo para una poderosa fiscal acusada de delitos financieros. La brecha racial de riqueza se ensancha, sí, pero parece que algunos miembros selectos de la comunidad han descubierto atajos muy particulares para cruzarla.
En este gran teatro del absurdo, los actores intercambian sus papeles con vertiginosa facilidad: los perseguidores se convierten en perseguidos, las víctimas históricas se transforman en victimarios contemporáneos, y la justicia se reduce a un arma más en el arsenal del poder. Mientras, el verdadero pueblo —negro, blanco, y todos los colores del espectro social— permanece como siempre: como espectador de una función que no pidió ver, pagando la entrada con sus impuestos y su fe erosionada en las instituciones.
Swift y Orwell se revuelcan en sus tumbas, no por indignación, sino por envidia: la realidad ha superado con creces sus más imaginativas sátiras.