En un giro de eventos que nadie, absolutamente nadie, vio venir (excepto quizás todo el mundo), el augusto oráculo económico conocido como la Reserva Federal ha decidido finalmente accionar la palanca mágica de las tasas de interés. En un movimiento audaz de una cuarta parte de un punto, los sumos sacerdotes de las finanzas, liderados por el imperturbable Jerome Powell, han decretado que el costo del dinero debe descender de su estratosférico 4,3% a la casi igualmente asfixiante cifra del 4,1%. Una hazaña de precisión quirúrgica que, sin duda, hará que el ciudadano común corra a comprar su segunda mansión y su tercer yate.
El motivo de este monumental ajuste, nos cuentan, ya no es la molesta inflación —esa vieja enemiga que se empeña en mantenerse por encima del sagrado objetivo del 2%— sino el empleo. Sí, ese concepto etéreo que ha dejado de crecer con la exuberancia irracional a la que nos tenía acostumbrados el milagro económico de la era actual. La contratación se ha estancado, nos advierten con grave preocupación, como si el motor del capitalismo hubiera tosido una vez y requiriera inmediatamente una costosa intervención mecánica.
El comité de sabios, en su infinita sabiduría, proyecta dos actos más de este drama a lo largo del año. Una previsión que, por supuesto, no tiene nada que ver con los furibundos tuits de cierto inquilino de la Casa Blanca que exige recortes de tres puntos porcentuales completos, porque eso sería sucumbir a la presión política, y la Fed es un faro de independencia en un mar de partidismo. ¡Jamás!
La unanimidad en la decisión fue casi total, rota solo por el disidente oficial, Stephen Miran, recién nombrado y confirmado en una votación relámpago del Senado en la oscuridad de la noche, un proceso de rigor y transparencia ejemplares. Miran, un hombre de ideas claras y grandes soluciones, abogaba por un recorte del doble de tamaño. Una herejía para los ortodoxos, pero un guiño para aquellos que creen que los problemas complejos se solucionan con medidas simples y contundentes.
Mientras tanto, el espectáculo paralelo de intentar destituir a la gobernadora Lisa Cook —un movimiento sin precedentes en los 112 años de historia de la institución— avanza como una comedia absurda. Acusada de fraude hipotecario en lo que parece ser una cacería de brujas de manual, los tribunales, por ahora, han blindado su puesto, defendiendo el “debido proceso”, ese incómodo principio legal que tanto estorba cuando se busca una purga rápida y efectiva.
En medio de este circo, el gran director de orquesta, desde su palco privilegiado, ha soltado una nueva perla de sabiduría: los funcionarios de la Fed “tienen que tomar su propia decisión”, pero “deberían escuchar a personas inteligentes como yo”. Una declaración que reconcilia a la perfección el respeto por la autonomía de las instituciones con la humildad y la modestia que le caracterizan.
Ante la pregunta incómoda de cómo se sabría si la Fed ha cedido a la presión política, el presidente Powell ofreció una respuesta que pasará a los anales de la filosofía moderna: “No creo que lleguemos a ese lugar”. Una afirmación tan tranquilizadora como la que haría el capitán del Titanic asegurando que los icebergs son solo ilusiones ópticas. El barco, desde luego, sigue su rumbo. Hacia dónde, exactamente, es un detalle que los mercados deberán adivinar.