El Sublime Arte de la Huida y la Subsiguiente Entrega Voluntaria
En los sagrados suburbios de Washington, D.C., un virtuoso del volante, un titán de 66 primaveras, decidió que una aburrida fiesta infantil en Bladensburg, Maryland, necesitaba un toque de emoción contemporánea. Su instrumento: un sedán. Su partitura: el caos. Con la presteza de un artista inspirado, transformó una pacífica celebración en una instalación de performance de alto impacto, introduciendo su vehículo en el interior de una carpa blanca con una fuerza narrativa innegable.
El resultado de su intervención artística fue inmediato y profundo: una mujer, Ashley Hernandez Gutierrez, de 31 años, fue elevada al trágico estatus de obra maestra permanente, mientras ocho jóvenes críticos de entre 1 y 17 años recibieron heridas que, sin duda, les permitirán apreciar mejor la fragilidad de la existencia. El artista, fiel a la tradición de los genios incomprendidos, optó por la retirada estratégica, abandonando su obra para permitir su libre interpretación.
Sin embargo, en un giro que solo la más exquisita burocracia puede proporcionar, el creador, tras un breve interludio de reflexión, se entregó gustosamente a las autoridades. Ahora, los altos sacerdotes de la ley y el orden se encuentran sumidos en una profunda disquisición: ¿qué cargos criminales serán dignos de semejante hazaña? Mientras deliberan con la celeridad proverbial de los glaciers, el conductor espera, quizá componiendo mentalmente su próxima intervención en el espacio público.
Este episodio sirve como una metáfora perfecta de nuestra era: la acción es veloz y brutal; la rendición de cuentas, un lento y farragoso vals administrativo. La justicia, esa dama anciana y miope, se toma su tiempo para ponerse los lentes, mientras las vidas de los espectadores-forzados-a-ser-partícipes permanecen suspendidas, esperando un desenlace que, sin duda, estará a la altura de la absurda grandiosidad del acto inicial.