Internacional
La geopolítica se cierne sobre las ruinas de Afganistán
La ayuda internacional tropieza con la geografía y la geopolítica mientras las víctimas esperan.

En el sublime teatro de lo absurdo que es la geopolítica global, un temblor de la tierra en Afganistán ha desenterrado una verdad más incómoda que los escombros: la caridad internacional es un espectáculo coreografiado con condiciones. Mientras la Madre Naturaleza ejecutaba su danza destructiva de magnitud 6.0, el régimen talibán, esa asamblea de teólogos-guerreros reconocida únicamente por el Kremlin, se vio en la peculiar situación de tener que mendigar auxilio de aquellos mismos a quienes desprecia.
La ONU, ese faro de buenas intenciones atrapado en un laberinto burocrático, advierte de una “carrera contra el tiempo”. Una carrera, por supuesto, donde los corredores deben sortear no solo deslizamientos de rocas, sino también los inextricables despeñaderos de la diplomacia. Los comandos son lanzados en paracaídas como ángeles de un ejército celestial, pero los suministros médicos avanzan con la parsimonia de una procesión fúnebre, cargados a lomo de hombre sobre senderos que el progreso olvidó.
La comunidad internacional, conmocionada y consternada, responde con la velocidad de un glaciar. Libera fondos de emergencia con cuentagotas—cinco millones aquí, un millón allá—mientras debate el espinoso dilema moral de si salvar vidas humanas equivale a legitimar un gobierno que prohíbe a las mujeres trabajar y estudiar. Es un sublime acto de equilibrio: la vida de un campesino bajo los escombros pesada en la misma balanza que un principio geopolítico.
Mientras tanto, las víctimas, esos extras anónimos en este drama de alto nivel, tienen el dudoso privilegio de “llevar el peso” de las políticas de sus gobernantes. Sus casas de barro, metáforas perfectas de un estado fallido, se derrumbaron no solo por el sismo, sino por el colapso previo de un sistema. Más de 420 instalaciones de salud, nos informan, habían cerrado sus puertas mucho antes de que la tierra temblara, víctimas de una “reducción masiva” en la financiación. La ayuda, por tanto, no llega; negocia primero sus condiciones.
El Reino Unido envía libras, pero se asegura celosamente de que ninguna moneda mancille las arcas talibanes. La Unión Europea despliega toneladas de suministros, un gesto loable que, sin embargo, palidece ante la magnitud de una catástrofe que se multiplica “exponencialmente”. Es la tragicomedia de la caridad condicionada: ofrecemos mantas, pero solo si aceptáis nuestra superioridad moral.
En el campamento establecido en Kunar, los talibanes organizan la ayuda que el mundo les envía con desconfianza. Es una imagen surreálista: los mismos que ayer eran insurgentes hoy coordinan el entierro de muertos y el rescate de supervivientes, mientras el planeta observa, calcula y juzga. La tierra ha vuelto a temblar con una réplica, pero el verdadero temblor es el de la indiferencia global, que sacude cimientos mucho más profundos que los de las casas de adobe.
Al final, bajo la lógica perversa de nuestro tiempo, un terremoto no es solo una fuerza natural; es un evento político. Y las víctimas, atrapadas entre las ruinas y la realpolitik, descubren que la solidaridad humana es el recurso más escaso de todos.

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