La guerra contra las sustancias ilícitas llega al Caribe con Trump

En un alarde de precisión geopolítica que solo los estrategas más brillantes de nuestro tiempo podrían concebir, el glorioso Ejército de la nación más poderosa del orbe ha descargado su furia justiciera sobre el enemigo más temible y escurridizo: un barco de madera. Sí, habéis leído bien. No un portaviones nuclear, no un regimiento de soldados fanáticos, sino una embarcación presumiblemente cargada hasta las trancas de una mercancía botánica que altera los estados de conciencia.

Desde su dorado tridente en Washington, el César moderno, Don Donald Trump, anunció al mundo esta proeza titánica. La operación, bautizada como “Libertad Olfativa Duradera”, se desarrolló en las aguas turbias del sur del Caribe, un lugar tan remoto y exótico que casi justifica el despliegue de un presupuesto de defensa mayor que el PIB de varias islas combinadas. El origen del navío del averno: Venezuela, por supuesto. Porque en el gran teatro de la política internacional, algún villano debe siempre proveer la narrativa.

No contento con el anuncio presidencial, el senador Marco Rubio, caballero de la corte y conocido por su mesurada elocuencia, añadió el toque maestro: el barco era operado por una “organización narcoterrorista designada”. Designada, por supuesto, por el mismo órgano que designa qué color está de moda cada temporada. La etiqueta “narcoterrorista” es, sin duda, la nueva piedra filosofal que convierte cualquier acción cuestionable en oro puro de legitimidad geopolítica.

Así, mientras los ciudadanos del imperio contemplan absortos esta nueva cruzada, uno no puede evitar preguntarse cuál será el próximo frente en esta guerra interminable. ¿Quizás un comando de Navy SEALS asaltando un armario de medicinas? ¿O tal vez un dron Reaper eliminando un macetero sospechoso? El absurdo, como la hipocresía, navega a favor de la corriente.