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Internacional

La mina devora vidas mientras el cobre llena bolsillos

Mientras las víctimas aumentan, las promesas políticas chocan con la cruda realidad de la industria minera.

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En un giro tragicómico que solo la realidad puede superar, la mina El Teniente —esa devoradora insaciable de sueños y cuerpos— ha decidido añadir otro nombre a su colección de víctimas. Jean Miranda, el último en ser “recuperado” (eufemismo elegante para “extraído de entre las entrañas de la tierra”), se une al macabro club de Alex Araya, Carlos Arancibia y Gonzalo Núñez, cuyos cadáveres fueron entregados por la mina con la puntualidad de un reloj funerario.

Mientras tanto, en la superficie, el presidente Gabriel Boric —armado con su mejor discurso de condolencia y una tecnología que, según él, “no existe en Chile, sino en el mundo”— promete lo imposible: rescatar a Moisés Pavez, el último eslabón de esta cadena de desgracias. ¿Será que la minería, esa industria que mueve montañas pero no mejora vidas, finalmente aprenderá de sus errores? Lo dudamos. Las velas en el homenaje a Paulo Marín Tapia se apagarán pronto, pero el negocio del cobre, ese oro rojo que sangra la tierra, seguirá brillando.

Las autoridades, expertas en culpar a los temblores (¿naturales o provocados? Qué más da), ya han activado sus protocolos de emergencia: evacuar a 500 trabajadores, trasladar a otros 2.500 y, por supuesto, abrir una investigación que probablemente termine archivada entre los escombros de la burocracia. Mientras, en el Proyecto Andesita —ese laberinto de 25 kilómetros donde el ser humano juega a ser topo—, las rocas siguen recordándonos que, en esta lotería mortal, siempre pierden los mismos.

Chile, ese paraíso minero donde el cobre vale más que la vida, repite su guion macabro: en febrero, Atacama se tragó a tres trabajadores; en 2010, San José enterró a 33 durante dos meses de circo mediático. Pero no importa: mientras el litio y el oro llenen los bolsillos de unos pocos, las minas seguirán siendo el altar donde se sacrifica a los olvidados.

Y así, entre derrumbes y funerales, la maquinaria no se detiene. Porque al final, como bien saben los dueños de este infierno subterráneo, hay algo más precioso que el cobre: la impunidad.

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