La paradoja del maní que curó la alergia que creó

La paradoja del maní que curó la alergia que creó

Maní colocado para la imagen el 20 de febrero de 2015 en Nueva York, en lo que posteriormente se conocería como el Sínodo de la Proteína Leguminosa.

WASHINGTON.- En un espectacular giro que dejó a la ortodoxia médica con la credibilidad más irritada que un sistema inmunológico ante un cacahuate, la ciencia ha proclamado solemnemente lo que cualquier abuela con dos dedos de frente sabía desde siempre: dar comida a los bebés evita que se vuelvan alérgicos a esa misma comida. ¡Revolucionario!

Tras décadas de recomendar con fervor casi religioso evitar el maní hasta la mayoría de edad (o al menos hasta los tres años), el sagrado establishment sanitario ha ejecutado una voltereta doctrinal digna del circo más extravagante. Ahora, el mismo fruto seco que antes era tratado como material radiactivo se ha convertido en el sacramento de una nueva eucaristía pediátrica.

“Es algo notable, ¿verdad?”, preguntó retóricamente un doctor, en lo que bien podría ser el eufemismo del siglo. Notable sería descubir la penicilina; esto es simplemente admitir que se estuvo equivocado durante treinta años mientras generaciones de niños desarrollaban hinchazones potencialmente mortales por seguir consejos oficiales.

Las cifras, nos dicen con pomposa solemnidad, son elocuentes: aproximadamente 60.000 almas infantiles se han librado del flagelo de la alergia al maní gracias a esta epifanía nutricional. ¡ Sesenta mil! Una cifra que equivale aproximadamente al número de padres que maldijeron en silencio a sus pediatras al enterarse del cambio de paradigma.

El estudio, publicado con gran fanfarria en una revista médica, revela con la solemnidad de quien descubre América que las alergias disminuyeron en más del 27% después del edicto de 2015 y en un 40% tras su ampliación en 2017. Lo que no calculan es el porcentaje de aumento en la desconfianza hacia las instituciones médicas, que debe andar por algún lugar entre el “bastante” y el “abrumador”.

La implementación de esta revelación celestial, sin embargo, ha tropezado con la terquedad de la realidad: solo el 29% de los pediatras y el 65% de los alergólogos siguen las nuevas directrices. Los demás, presumiblemente, siguen esperando instrucciones en tablas de piedra o consultando el oráculo de Delfos.

La confesión más deliciosamente absurda proviene de los expertos, quienes admiten con candor que hubo “confusión e incertidumbre” sobre cómo implementar la complejísima operación de dar un trocito de maní a un bebé. ¡La humanidad puso un pie en la Luna, pero introducir alimento en la boca de un infante resultó ser el verdadero desafío epistemológico!

Mientras tanto, los defensores de los alérgicos celebran esta “oportunidad significativa” con el fervor de neófitos, ignorando convenientemente que la oportunidad más significativa se perdió cuando durante décadas se recomendó exactamente lo contrario de lo que ahora se sabe correcto.

La moraleja de esta farsa nutricional es tan antigua como Swift: la ciencia, como los dioses paganos, a veces exige sacrificios de credibilidad en el altar del progreso. Y los padres, como siempre, pagan los platos rotos —o en este caso, los maníes no administrados— de las certezas que hoy son herejías y las herejías que mañana serán dogmas.

Así avanza la civilización: dos pasos adelante, uno atrás, y un bocadito de mantequilla de maní para el camino.

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