Una nueva jornada de paralización cívica sacudía Lima este sábado, transformando el asfalto en un escenario de demanda colectiva. Los conductores del transporte público, convertidos en la voz de una ciudadanía exhausta, interpelan directamente a la administración de Dina Boluarte por su incapacidad para contener la epidemia de violencia, las extorsiones sistemáticas y los homicidios impunes que han convertido su trabajo en una profesión de alto riesgo.
Foto: Agencia AP.
Desde las primeras horas, autobuses estratégicamente estacionados obstruyeron ejes viales cruciales, forzando a los usuarios a completar sus trayectos a pie. Esta interrupción del flujo normal, lejos de ser un simple caos, funciona como una metáfora potente: cuando el sistema colapsa, la ciudadanía debe avanzar con sus propios medios. Una columna de choferes y cobradores se dirigió hacia el hemiciclo legislativo, el símbolo de una representación que perciben ausente.
Las consignas, escritas en cartones que son gritos silenciosos, resumen la emergencia: “Exigimos vivir sin miedo“, “Mi familia me espera en casa”, “No a la muerte, no a la extorsión“. No son solo lemas; son la expresión cruda de una fractura en el contrato social.
La estadística pinta un panorama desolador: en lo que va del año, más de una decena de conductores han sido asesinados en espacios públicos en Lima. Las cifras macro del delito confirman la tendencia. Las denuncias por extorsión entre enero y agosto alcanzaron la escalofriante cifra de 18.385 casos, un incremento del 29,3% interanual. Los homicidios dolosos sumaron 1.508, un aumento del 12,6%. Estos no son números fríos; son la cuantificación de un estado fallido en su función primordial: garantizar la seguridad.
El gremio del transporte, históricamente vulnerable, ha denunciado repetidamente ser el blanco de una violencia imparable. Un punto de inflexión fue el asesinato de un conductor frente a sus pasajeros, un acto de brutalidad que catalizó la indignación popular y demostró que la amenaza no conoce límites.
Este movimiento, sin embargo, está dejando de ser una protesta sectorial. La novedad disruptiva es la adhesión esperada de colectivos juveniles de la Generación Z, que ven en esta crisis de seguridad un síntoma más de la descomposición institucional. Acusan al gobierno de Boluarte de corrupción estructural, una crítica que extienden a organismos como la propia policía.
Recientemente, la credibilidad de la institución policial se vio further erosionada al admitirse una <strong{filtración masiva de datos en su dirección de inteligencia, la misma que investiga al crimen organizado. Esta revelación socava la confianza en las instituciones diseñadas para proteger.
La semana anterior, las manifestaciones de estos jóvenes derivaron en enfrentamientos con las fuerzas del orden, que emplearon gases lacrimógenos para dispersarlos cerca del Congreso y el palacio de gobierno. Sus exigencias se amplían: no solo piden seguridad, sino también transparencia en la lucha anticorrupción y rechazan las políticas económicas y sociales vigentes.
Boluarte, cuyo mandato concluye en 2026, navega las aguas más turbulentas de la política reciente en el país andino, registrando en las encuestas los niveles de aprobación más bajos en décadas. La calle le está enviando un mensaje claro: la gobernabilidad ya no se negocia en los pasillos del poder, sino en el espacio público que hoy reclama su derecho fundamental a existir sin terror.