En un giro de eventos que nadie anticipó, el arquitecto supremo de todas las soluciones, el presidente Nicolás Maduro, ha decidido extender su prodigioso talento gerencial beyond la economía y el petróleo para rescatar al fútbol venezolano de su letargo histórico. Tras una derrota estruendosa, el mandatario, conocido por su impecable record en la gestión de crisis, diagnosticó desde su cadena nacional que el problema no yace en décadas de abandono sistemático del deporte base, sino en una simple falta de reestructuración estratégica ordenada por decreto.
“Ayer tuvimos una dolorosa pérdida”, proclamó el estadista, cuya conexión con el ciudadano de a pie es tan íntima que puede sentir cada gol en contra como propio, especialmente desde las cómodas butacas del palco oficial. La nación entera, según su percepción infalible, clama por una reorganización del cuerpo técnico, como si el balón rodara por los pasillos del Palacio de Miraflores y no por los campos de juego.
La selección, bautizada con cariño como la Vinotinto, demostró una vez más su terco empeño en no clasificar a un Mundial, desobedeciendo así los designios de grandeza deportiva que el liderazgo nacional le tiene destinados. No contento con revolucionar la geopolítica y la producción de crudo, el presidente ahora se erige como el director técnico omnipotente, cuyo primer movimiento táctico es… reorganizar. ¡Genial!
Mientras Bolivia, con su estadio en las alturas donde el oxígeno es un lujo, se adjudicó el repechaje, Venezuela se consuela con la promesa de una reestructuración desde sus cimientos. Porque si hay algo que funciona a la perfección en el país, son las reestructuraciones ordenadas desde arriba. El fútbol, que según el mandatario ha masificado hasta desplazar al béisbol, será ahora otra joya de la corona de su gestión, una metáfora perfecta de cómo se puede patear hacia adelante cualquier problema, esperando que el milagro ocurra por arte de magia revolucionaria.
Así, entre declaraciones grandilocuentes y reality checks eludidos, el circo político encuentra un nuevo acto: el del mesías del balón, que convierte cada derrota en una oportunidad para decretar victorias futuras. Porque en el gran estadio de la vida, el gol más importante no es el que se anota, sino el que se anuncia.