Microsoft suspende servicios de IA usados para vigilancia israelí

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En un giro tan inesperado como un sermón moral en una junta de accionistas, el coloso tecnológico Microsoft ha anunciado, con la solemnidad de quien descubre el agua tibia, que ha deshabilitado ciertos servicios de su divina nube y su omnisciente inteligencia artificial a una unidad del Ministerio de Defensa israelí. La razón, nos cuentan con voz queda, es que el cliente estaba utilizando estos prodigios de la modernidad para la poco elegante tarea de la vigilancia masiva de civiles. ¡Vaya sorpresa! Es como vender un lanzallamas y sorprenderse de que lo usen para hacer barbacoa.

El oráculo de esta revelación, el presidente Brad Smith, comunicó a través del sagrado medio de un blog corporativo que una revisión interna —emprendida solo después de que un periódico les pusiera las pruebas bajo las narices— había confirmado los pecados de su acólito. Al parecer, el ministerio usaba la plataforma Azure no para almacenar recetas de cocina, sino archivos monstruosos de datos de llamadas telefónicas de la población civil en Gaza y Cisjordania. Un uso claramente inadecuado para una herramienta diseñada con fines tan loables como… eh… almacenar datos de llamadas telefónicas de cualquier otra persona.

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La medida, nos aseguran, se fundamenta en dos inquebrantables principios corporativos: la negativa a facilitar la vigilancia masiva y el sagrado respeto a la privacidad del cliente. Un dilema filosófico de primer orden: ¿a qué cliente se protege? ¿Al que paga por espiar, o al que es espiado? La solución ha sido de una elegancia bursátil: cortar servicios de IA y almacenamiento de forma selectiva, manteniendo intactos los lucrativos contratos de ciberseguridad. Es decir, puedes usar nuestro escudo, pero no nuestra espada; una distinción tan sutil como pretender apagar un incendio desconectando el detector de humo.

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Para atribuirse un aura de iniciativa, la empresa omite mencionar que esta epifanía ética no surgió de un rapto de lucidez, sino del acoso constante del grupo interno No Azure For Apartheid, cuyos 200 miembros —una mosca cojonera en un ejército de miles— llevan casi un año gritando que la empresa se lucra con la muerte. La respuesta de la corporación a esta disidencia fue ejemplar: despidos selectivos y coordinación con el FBI para vigilar las protestas. Una lección magistral: la vigilancia es un servicio que se vende, no un derecho que se ejerza contra el vendedor.

Mientras, organizaciones humanitarias como Amnistía Internacional han recibido la noticia con una palmadita en la espalda y una demanda de que se investiguen todos los contratos. Agnès Callamard, su secretaria general, ha señalado que este gesto, aunque insuficiente, debería ser una señal para otras empresas que participan en lo que ella describe sin tapujos como un genocidio. La propia Corte Internacional de Justicia ya advirtió sobre este riesgo, un detalle que parece menos relevante que la caída en bolsa.

En definitiva, lo que se nos presenta como una auditoría proactiva no es más que una concesión forzada, un cálculo publicitario para calmar a la chusma interna y lavar una imagen empañada. En el gran bazar de la moral, la ética es el último producto que se saca de la estantería, solo cuando el cliente más fiel empieza a pagar con una moneda que huele demasiado mal.

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