Trump convierte el Jardín de Rosas en un club privado con fondos públicos

En un audaz movimiento de ingeniería cívica, el primer magistrado ha decidido que el sagrado césped donde se forjaron alianzas históricas era, en realidad, un terrible desperdicio de espacio que clamaba por los adoquines y las sombrillas de un resort de lujo. Así nació el Club del Jardín de Rosas, un oasis de sana camaradería plutocrática donde, por el módico precio de la lealtad inquebrantable y unos dos millones de dólares del erario, la élite puede codearse lejos del vulgo.

El club, que opera bajo la sutil premisa de que la democracia es más sabrosa con canapés de la cocina presidencial y la banda sonora de los éxitos personales del anfitrión, ha establecido un nuevo paradigma para el servicio público: el servicio privado. Los selectos invitados, una curiosa amalgama de secuaces políticos y capitanes de industria, son recibidos no como meros servidores de la nación, sino como socios fundadores de una empresa de éxito incuestionable: la propia administración.

Esta metamorfosis arquitectónica no es sino la materialización de un anhelo filosófico profundo: ¿por qué viajar a Mar-a-Lago cuando se puede importar Mar-a-Lago al corazón del poder? Es un principio de eficiencia logística que cualquier magnate entendería. El Trust for the National Mall, esa benemérita institución dedicada a preservar el patrimonio nacional, ha financiado con entusiasmo esta obra de mejora cívica, demostrando que el verdadero patriotismo consiste en pavimentar los jardines históricos para evitar mancharse los zapatos.

Los eventos oficiales adquieren así un nuevo brillo. Las discusiones sobre legislación fiscal o política exterior se enriquecen inmensamente cuando se desarrollan al ritmo de un playlist presidencial y a la sombra de una sombrilla a rayas. Es un recordatorio constante de que el gobierno no es un árido mecanismo burocrático, sino un club de campo donde las decisiones más trascendentales se toman con la misma frivolidad alegre que una partida de golf.

La cuestion de financiación, naturalmente, es un detalle mezquino. ¿Acaso los ciudadanos no deberían sentirse honrados de que sus impuestos sirvan para crear un entorno donde sus gobernantes se sientan cómodos? Es una inversión en productividad. Los actos de naturaleza personal, como un funeral familiar, corren por cuenta del presidente, un gesto de austeridad que sin duda será recordado en los anales de la probidad. Pero los almuerzos con legisladores republicanos son, obviamente, asunto de Estado de primer orden, tan vitales como la defensa nacional o la salud pública.

El acto inaugural, que debía contar con la plebe tecnológica, fue finalmente usurpado por los patricios del Congreso, demostrando una vez más la sana jerarquía que debe primar en la República. Allí, entre rosas amarillas y manteles impecables, se consagró este nuevo templo del poder, donde la voluntad del pueblo se ejerce de la manera más eficiente: excluyéndolo por completo de la ecuación.

ANUNCIATE CON NOSOTROS

Scroll al inicio