Internacional
Trump deporta criminales a un país en guerra y la justicia lo frena
Un giro absurdo en la deportación de migrantes revela el teatro político detrás de las decisiones.

En un episodio que parece extraído de un manual de cómo no hacer política migratoria, el autoproclamado “genio estable” de la Casa Blanca, Donald Trump, ha logrado superarse a sí mismo. Su último acto de prestidigitación jurídica: intentar desaparecer a ocho migrantes —entre ellos un mexicano— enviándolos a Sudán del Sur, un país tan estable como un castillo de naipes en un huracán. Pero, oh sorpresa, un juez federal, en un arrebato de insensatez democrática, ha decidido que incluso “los criminales más violentos del planeta” merecen derechos. ¡Qué concepto tan revolucionario!
Mientras tanto, en Camp Lemonnier, una base naval en Djibouti que suena más a cóctel tropical que a centro de detención, los deportados disfrutan de unas “vacaciones forzadas” gracias a la orden judicial. Trump, en su cuenta de Twitter —su púlpito favorito para vomitar diatribas—, acusó al juez de proteger a “monstruos”. Porque, claro, ¿qué mejor solución para un problema legal que enviar personas a una zona de guerra y llamarlo “destino final”? Casi tan humano como ofrecer cobijas con gripe a los necesitados.
El mexicano Jesús Muñoz Gutiérrez, condenado por homicidio, se ha convertido en el protagonista involuntario de este reality show geopolítico. Ningún país quiso recibirlo, ni siquiera México, que suele abrazar a sus ciudadanos… excepto cuando son incómodos. Así que, en un gesto de “solidaridad internacional”, Trump lo envió al país más pobre del mundo, donde la violencia es el pan de cada día. ¿Reinserción? No, esto es política performática: si no puedes resolver un problema, exportalo a un lugar donde nadie lo vea.
La administración Trump, maestra en el arte de la contradicción, insiste en que todo es legal. Porque, ¿qué podría ser más legítimo que deportar a alguien a un Estado fallido? Es como enviar a un pirómano a un bosque en llamas y decir: “Ahí te arreglas”. Eso sí, cuando un juez exige el mínimo de humanidad, el gobierno llora “obstrucción”. La ironía es tan densa que podría usarse para pavimentar el muro fronterizo.
Este circo no solo evidencia el fracaso de las políticas migratorias basadas en el espectáculo, sino que también revela una verdad incómoda: en el teatro del poder, los migrantes son solo actores secundarios en una obra escrita por demagogos. Y el guión, como siempre, es una tragicomedia.

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