Trump libra batalla final por control de derechos de autor
WASHINGTON.- En un sublime ejercicio de consistencia burocrática, la administración Trump ha implorado una vez más a los sumos sacerdotes judiciales que le concedan el divino derecho a decapitar a la guardiana de los sagrados derechos de autor. La petición, presentada con urgencia cosmética ante el Olimpo jurídico, constituye el último capítulo de esta epopeya kafkiana donde el poder ejecutivo pretende demostrar que ningún funcionario, por técnicamente competente que sea, está a salvo del capricho presidencial.
El recurso de emergencia llega tras el insólito atrevimiento de un tribunal inferior que osó sugerir que Shira Perlmutter, actual suma sacerdotisa del copyright, no podía ser defenestrada mediante un simple correo electrónico presidencial. Cabe recordar que, en esta nueva era de gobierno eficiente, los despidos se ejecutan con la misma ceremonia que se emplea para cancelar una suscripción a Netflix.
Este espectáculo judicial representa el más reciente esfuerzo del ejecutivo por demostrar su teoría revolucionaria: que toda agencia federal, sin importar su especialización técnica o dependencia legislativa, debe convertirse en feudo personal del mandatario de turno. La Corte Suprema, en su infinita sabiduría, ha permitido hasta ahora que Trump ejerza su derecho divino a purgar funcionarios mientras las apelaciones judiciales avanzan con la velocidad de un caracol legislativo.
La singularidad de este caso reside en que la Oficina de Derechos de Autor opera bajo el ala de la Biblioteca del Congreso, institución que hasta ahora creíamos dedicada a la preservación del conocimiento, no a servir como campo de batalla para guerras de egos presidenciales. Perlmutter, en su doble función de registradora y asesora congresional sobre propiedad intelectual, cometió el imperdonable pecado de ofrecer consejo técnico sobre inteligencia artificial que no coincidía con la visión presidencial del tema.
El Procurador General argumenta con lógica impecable que, a pesar de los vínculos orgánicos con el poder legislativo, la registradora “ejerce poder ejecutivo” al regular los derechos de autor. Según esta doctrina constitucional expandida, pronto descubriremos que el personal de cafetería del Congreso también ejerce poder ejecutivo al regular el flujo de cafeína hacia los legisladores.
Mientras tanto, en los pasillos judiciales, se libra la batalla dialéctica entre jueces de distintas denominaciones políticas. Las juezas Florence Pan y Michelle Childs—nominadas por Biden—perciben una “violación flagrante de la separación de poderes”, mientras que el juez Justin Walker—designado por Trump—insiste en que Perlmutter ejerce poder ejecutivo “de diversas maneras”, aunque no especifica si esto incluye su manera de tomar el café o firmar documentos.
Los abogados de Perlmutter, en un arrebato de nostalgia por la meritocracia, insisten en presentarla como “experta en derechos de autor de renombre”, como si la competencia técnica fuera aún relevante en esta nueva era de lealtad política absoluta. La registradora, quien ha servido desde su nombramiento en 2020 por la entonces Bibliotecaria del Congreso Carla Hayden, parece no haber entendido que en el Washington moderno, el conocimiento especializado vale menos que la sumisión ideológica.
Así avanza este grotesco ballet democrático donde los derechos de autor—esa arcana materia que regula la propiedad intelectual en la era digital—se han convertido en moneda de cambio en la eterna guerra entre poderes, demostrando una vez más que en la política contemporánea, el principio de separación de poderes es tan flexible como la ética de un lobbyista.



















