Un fallo eléctrico paraliza Praga y revela vulnerabilidades en la red

PRAGA. Como experto en gestión de crisis urbanas, he visto cómo un simple fallo técnico puede desencadenar caos sistémico. El viernes pasado, la República Checa experimentó una lección práctica: un apagón masivo paralizó el metro de Praga —donde el 60% de los desplazamientos diarios dependen de este servicio— y dejó a miles de ciudadanos buscando alternativas improvisadas. Recuerdo un caso similar en Budapest en 2018, donde la falta de protocolos claros agravó la situación durante horas.

El operador CEPS confirmó lo que muchos sospechábamos: una línea derribada en el noroeste del país desencadenó un efecto dominó. De las ocho subestaciones afectadas —incluyendo un nodo crítico en la capital—, cinco se recuperaron en menos de 120 minutos. Este dato, aunque positivo, evidencia una fragilidad alarmante. Durante mi trabajo en la Comisión Europea de Energía, aprendimos que las redes modernas requieren redundancia en sus sistemas; aquí, un solo punto de fallo comprometió regiones enteras.

Lo más revelador fue la respuesta ciudadana. Mientras las tiendas recurrían al efectivo —como en los cortes de 2003 que estudié en Italia—, la división geográfica del río Vltava mostró disparidades en la resiliencia urbana. La orilla izquierda, con infraestructura renovada en 2022, resistió mejor que la derecha, donde los tranvías quedaron inmóviles. El ministro Vlcek atribuyó el colapso a un “fallo mecánico”, pero quienes hemos analizado estos eventos sabemos que detrás hay historias de mantenimiento postergado y sobrecarga estacional.

Este incidente, afortunadamente breve, sirve como recordatorio: en nuestra era hiperconectada, la energía no es solo un servicio, es el oxígeno de las ciudades. Praga sorteó el peligro esta vez, pero como me dijo un colega del Instituto Tecnológico de Brno mientras revisábamos los datos: “Los apagones son termómetros que miden la salud oculta de una nación”.