En un sublime acto de contención democrática, un oráculo togado —también conocido como juez federal— ha tenido la osadía de recordarle al Emperador de Mar-a-Lago que incluso su divina voluntad tiene límites, especialmente cuando choca contra algo tan prosaico como la justificación legal. El honorable juez Charles Breyer, desde su atalaya en San Francisco, ha dictaminado que el despliegue de la Guardia Nacional de California por parte del mandatario Donald Trump fue un ejercicio de fantasía autocrática, carente del más mínimo fundamento jurídico.
El protocolo para federalizar tropas: ¿una simple sugerencia?
Con la magnanimidad que caracteriza a los dioses del Olimpo judicial, Breyer concedió una orden judicial preliminar, pero, en un gesto de condescendencia casi feudal, suspendió sus efectos para permitir que los sabios consejeros de la Casa Blanca buscaran en sus grimorios legales un argumento que no fuera el risible “porque yo lo digo”. El tribunal desestimó con elegancia la doctrina presidencial favorita: la de la infalibilidad ejecutiva en asuntos de seguridad, un dogma que hasta ahora solo se aplicaba en reinos absolutistas y en las juntas directivas de ciertas corporaciones.
La génesis de un capricho: cuando la política se viste de operativo
Todo comenzó en el sagrado mes de junio, cuando el Presidente, en un arrebato de celo fronterizo post-protestas, decidió federalizar a más de 4 mil almas de la Guardia estatal, sin molestarse en pedirle permiso al gobernador Gavin Newsom. La misión: una cruzada contra la migración en Los Ángeles, porque nada dice “ley y orden” como desplegar un ejército doméstico para tareas que competen a la policía. Para octubre, el contingente se había evaporado hasta quedar en unos cientos de soldados, revelando que todo el espectáculo militar había sido, en esencia, un costoso y efímero acto de teatro político para alimentar el relato del líder fuerte. Una alegoría perfecta de un gobierno que confunde la gobernanza con la puesta en escena.












