Carlos Manzo no creía en los abrazos. En Michoacán, decía, los abrazos no espantan balas. Y tenía razón: el primero de noviembre lo mataron en plena plaza, entre música, velas y promesas incumplidas de paz. Así cayó el alcalde que quiso limpiar Uruapan sin partidos, sin pactos y sin miedo. Le llamaban el “Bukele mexicano”, pero sin presupuesto, sin ejército y sin respaldo federal. Un rebelde con causa… y con enemigos de sobra.
Nació en Uruapan y entendió desde joven que la política no se aprende en los libros, sino en las banquetas. Militó primero en el PRD, luego en Morena, y terminó rompiendo con todos. Lo hartaron los discursos huecos, los comités, las órdenes desde el centro. Por eso se lanzó solo, como candidato independiente, y ganó. Fue el primer alcalde sin partido en la historia moderna del municipio. Su victoria fue un grito contra el sistema: la gente prefirió a un ciudadano sin logo que a los mismos con distinto color.
Su ideología era tan sencilla como peligrosa: no negociar con criminales, no arrodillarse ante el miedo y no besar la mano del poder. Mientras desde Palacio Nacional hablaban de “paz con justicia” y “atender las causas”, Manzo respondía: “Aquí las causas traen fusil”. No creía en los abrazos del discurso, sino en la firmeza del acto. Ordenó que su policía abatiera a delincuentes armados. Lo acusaron de incitar la violencia, pero en su ciudad ya vivían bajo ella. Uruapan no era un laboratorio de política social, era una zona de guerra con nombre de municipio.
Su forma de hablar era la de un hombre cansado de la burocracia del miedo. Retó públicamente a la presidenta Sheinbaum: “Si logra pacificar Uruapan sin disparos, yo renuncio.” No era soberbia, era hartazgo. No pedía guerra, pedía presencia. Pero el país se ha vuelto experto en abandonar a sus valientes. Y así, el Día de Muertos, lo acribillaron mientras saludaba a su gente. Siete disparos lo derribaron frente a la plaza que había prometido recuperar.
Sheinbaum condenó el crimen, lo llamó “cobarde y vil”, prometió justicia y reafirmó que no cambiará su estrategia de seguridad. No habrá regresión a la guerra, dijo. No habrá militarización. Solo más justicia, aunque en los pueblos sigan contando muertos. Es el mismo guion, distinto protagonista. Desde el poder se habla de abrazos; desde la banqueta, se entierran los cuerpos.
Carlos Manzo representaba algo que el sistema no sabe procesar: un político sin amo. No buscaba ascenso ni cargo, buscaba sobrevivir con dignidad. Su discurso de “sin miedo y sin partido” lo volvió símbolo de resistencia y blanco de muerte. Gobernar sin pactos en Michoacán es un acto de fe, y como todos los santos, lo canonizaron a balazos.
Hoy su retrato brilla entre velas. Uruapan lo llora, el país lo comenta y los criminales brindan. Los abrazos no bastaron; los balazos hablaron. Y en el eco de esa plaza, todavía resuena una frase que duele más que la bala: en México, el que no pacta, muere.
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La sombra desde la banqueta















