“Nos prometieron un país digital, pero lo que están construyendo es una prisión con Wi-Fi y cámaras en cada iris.”
Dicen que el futuro llegó, pero parece más un capítulo de Black Mirror tropical, dirigido por la burocracia mexicana y financiado con tus impuestos. A partir de 2026, el país se adentrará en una nueva era de identidad digital con la CURP biométrica, una credencial que ya no solo dirá quién eres: te mirará, te medirá y te registrará. Bajo la promesa de modernización, el Estado está construyendo su mayor espejo: uno que no refleja tu rostro, sino tu obediencia.
El discurso oficial brilla con la retórica del progreso. “Trámites más rápidos”, “mayor seguridad”, “combate a la corrupción”. El gobierno presenta esta nueva identidad como una llave maestra que abrirá todas las puertas, desde un banco hasta un hospital. Pero detrás de la vitrina tecnológica se esconde un proyecto que suena menos a eficiencia y más a control. La CURP biométrica no es solo una credencial: es una ficha de registro vitalicio que combina tus huellas, tu iris, tu rostro y tu voz en una base de datos centralizada. Es decir, el país entero convertido en un catálogo de cuerpos digitales.
Dicen que todo será más fácil: abrir una cuenta bancaria, cobrar un apoyo social, tramitar tu pasaporte o inscribirte en la universidad con solo mostrar tu cara. Pero lo que nadie dice en voz alta es que, con este sistema, cada mexicano será un registro permanente, trazable y vigilable. Un rostro equivocado frente a una cámara, un error en el algoritmo, y podrías convertirte en sospechoso sin saberlo. Ya no se trata de quién eres, sino de quién te reconoce el sistema.
Nos dicen que servirá para localizar desaparecidos, impedir fraudes y evitar que los programas sociales se repartan entre fantasmas. Y quizá, en un país ideal, esa sería una gran noticia. Pero México no es un laboratorio de utopías: es un archivo desordenado donde los expedientes se pierden, los datos se venden y los servidores se caen justo cuando más se necesitan. ¿De verdad queremos confiarle al Estado nuestras huellas, nuestra mirada y nuestra voz?
La historia lo advierte: ningún sistema de control masivo nace con malas intenciones, pero todos terminan sirviendo al poder. Hoy lo presentan como una herramienta de orden; mañana puede ser un instrumento de vigilancia. Una cámara en la esquina, un escáner en el banco, un sensor en la escuela… y el Estado con acceso a todos ellos. Lo que antes era burocracia, ahora será vigilancia automatizada. Lo llaman innovación; huele a control.
Lo peligroso no es la tecnología, sino la confianza ciega en quienes la administran. ¿Quién garantiza que esos datos no terminarán filtrados, hackeados o vendidos al mejor postor? ¿Quién auditará a los auditores? ¿Qué pasa si un gobierno futuro decide usar la base biométrica para rastrear opositores, castigar disidentes o premiar obedientes? El riesgo no está en el código, sino en el poder que lo ejecuta.
Hoy te dicen que la CURP biométrica es voluntaria. Mañana, sin ella, no podrás cobrar, votar, estudiar ni recibir atención médica. Así comienza el control: con una sonrisa para la foto. Y cuando mires atrás, descubrirás que tu libertad quedó archivada en un servidor del gobierno bajo el nombre de “identidad nacional”.
La CURP biométrica no es un documento: es la rendición voluntaria del cuerpo al poder. Una digitalización del alma, disfrazada de modernidad. El país se encamina hacia un modelo donde la identidad ya no se acredita, se escanea; donde la confianza ya no se presume, se valida por código QR. Es el siguiente paso del control elegante: silencioso, preciso, irreversible.
Nos prometen progreso, pero lo que estamos construyendo es un Estado omnividente. El ojo digital del gobierno que todo lo ve, todo lo guarda y todo lo evalúa. Ya no hace falta perseguir a la gente si la gente se deja escanear voluntariamente. Y aunque lo disfracen de innovación ciudadana, no deja de ser lo mismo de siempre: el poder mirando desde arriba, y el pueblo aplaudiendo desde abajo.