La marcha de la Generación Z nació como un meme y terminó como un temblor político. Todo empezó con un Luffy inflable en el Ángel de la Independencia sosteniendo un cartel que decía “No somos bots, somos banda”, mientras un policía lo miraba como quien intenta entender TikTok sin tutorial. El país, de pronto, se vio obligado a preguntarse por qué miles de jóvenes salían a la calle sin pedir permiso y sin obedecer el guion de la política tradicional.
La chispa fue el asesinato del alcalde de Uruapan, un golpe que rompió la fina capa de tolerancia que la Gen Z había mantenido entre pandemia, violencia, desapariciones y un futuro que parece versión beta sin actualización disponible. Crecieron entre alertas sanitarias, alertas AMBER y alertas de seguridad. Esta vez, el hartazgo se convirtió en trending topic offline. Para muchos fue la primera vez que la indignación se volvió colectiva sin pasar por un partido, un sindicato o una figura conocida. No necesitaban líderes, necesitaban WiFi.
El gobierno respondió como tía desconfiada en Facebook: vio bots donde había adolescentes con ansiedad social; vio empresarios raros donde había estudiantes con pancartas de anime; vio conspiración donde había un grupo de jóvenes diciendo, literalmente, “no queremos que nos maten”. Atribuyeron la marcha a opositores, financistas imaginarios y granjas de trolls, como si medio millón de chavos no fuera capaz de organizarse con un hashtag, un audio viral y dos influencers con cámara frontal.
Aun así, la marcha creció. Más de cincuenta ciudades se unieron. En cada una aparecieron las mismas señales: banderas de One Piece, stickers pegados en cascos de bicicleta, pancartas hechas con humor que duele y duele bien. La estética de protesta dejó de ser solemne; ahora es estética de timeline: memes, referencias pop, colores brillantes y sátira que no pide permiso. Mientras tanto, los adultos buscaban entendimiento en periódicos, cuando la conversación real estaba ocurriendo en Discord.
La diferencia generacional se volvió un HDR emocional. Los jóvenes no marcharon para pedir cargos ni para formar partidos. Marcharon para decir que este país no les ha dado un manual claro de supervivencia. Si la política tradicional es un Windows 95, ellos protestan desde una Mac M3: rápido, irónico, colaborativo y sin miedo a formatear. Cuando el gobierno preguntó “¿quién los organiza?”, la Gen Z respondió: “todos, nadie, Internet”.
El giro incómodo apareció cuando la clase política entendió que ya no posee el monopolio de la narrativa. La marcha no buscó tumbar a nadie; buscó poner en evidencia que la crisis de seguridad, impunidad y corrupción ya no se explica con discursos viejos. No fue un acto opositor, sino un acto generacional: la primera protesta nacional narrada en stickers, streamings y subtítulos automáticos.
Porque cuando una generación que ya perdió el miedo al algoritmo pierde también el miedo a la calle, los poderes de siempre descubren que el silencio juvenil se terminó. Y el ruido que viene… no tiene botón de ok “mute”.
Columna elaborada por
La sombra desde la banqueta


















