En un sublime acto de devoción por la opacidad institucional, el personal de Resguardo Parlamentario ha decretado una cuarentena profiláctica contra el virus de la transparencia, prohibiendo el acceso al sagrado salón de plenos del Senado de la República. Este cordón sanitario, implementado con celo burocrático, busca proteger a la clase política del peligroso contagio de los flashes y las preguntas incómodas, justo cuando se esperaba la llegada del documento de la renuncia del titiritero mayor de la Fiscalía General de la República (FGR), Alejandro Gertz Manero.
Todos los accesos fueron herméticamente sellados, estableciendo un cerco sanitario en diversas áreas del recinto. La paranoia alcanzó tal nivel de refinamiento que incluso se pretendió evitar que los periodistas, esos alquimistas de la verdad incómoda, se aproximaran al estacionamiento del sótano 2, el portal por donde desfilan senadores e invitados ilustres, como si la sola mirada pública pudiera petrificar a los dignatarios.
El nuevo decálogo de la opacidad
Algunos elementos del Resguardo Parlamentario, imbuidos de un celo cuasi religioso, ejercieron sus funciones con una prepotencia admirable, intentando dispersar a los reporteros del sótano 2 como si fueran palomas molestas. Este episodio no es más que la continuación lógica de una política ejemplar iniciada hace unas semanas, cuando se prohibió el acceso a los balcones laterales del hemiciclo a fotógrafos y camarógrafos. Su pecado capital: captar para la posteridad la conmovedora imagen del coordinador de Morena, Adán Augusto López, absorto en la contemplación de partidos de fútbol en su tableta durante una sesión plenaria. Una herejía visual que no podía quedar impune en esta nueva liturgia de lo no visto.
Parece que en la cámara alta se ha instaurado una nueva doctrina: la mejor noticia es la que no se ve, el mejor debate es el que no se escucha, y el mejor representante público es el que puede disfrutar de un solitario partido de fútbol, lejos de las miradas impertinentes de aquellos a quienes, teóricamente, debe rendir cuentas. Una tragicomedia en la que los guardianes de la democracia se convierten en los celosos porteros de su propio opaco reino.

















