Como alguien que ha cubierto emergencias en esta ciudad durante décadas, cada nueva actualización en una tragedia como esta resuena con un peso familiar y profundamente doloroso. La Secretaría de Salud de la Ciudad de México confirmó en su último boletín que el saldo ha ascendido a 17 personas fallecidas a causa de la devastadora explosión de una pipa de gas licuado de petróleo en el Puente de la Concordia, en Iztapalapa.
El reporte oficial, emitido a las 10:00 horas, es un recordatorio sombrío de cómo estas situaciones evolucionan. He aprendido, a menudo de la manera más difícil, que las primeras cifras en una catástrofe son casi siempre preliminares; la verdadera magnitud se revela con el lento y meticuloso trabajo de los equipos de primera respuesta en el lugar de los hechos.
Esta actualización no es solo un número frío. Que el número de fallecidos haya escalado de 13 a 17 en apenas 48 horas subraya una triste realidad que he visto antes: los heridos más críticos a menudo luchan por sus vidas durante horas o días, y el trabajo de los rescatistas implica recuperar con extrema cuidado cada víctima, un proceso que puede llevar tiempo pero es esencial para el duelo de las familias y la precisión del informe final.