La Revolución Eterna y sus Promesas de Cartón
En un espectáculo cívico-militar que conmemoró el 115 Aniversario de aquel estallido popular que hoy es coreografiado desde el poder, la Suma Sacerdotisa de la Cuarta Transformación Profunda declaró, desde su púlpito de mármol, que el nuevo régimen es inquebrantable debido a su santísima trinidad: la honestidad incontestable, los resultados incuestionables y el amor al pueblo, medido en puntos de aprobación. Afirmó, con la solemnidad de quien anuncia una ley física, que los agoreros que invocan la violencia o sueñan con una intervención foránea son herejes que no comprenden la nueva fe. El pueblo, en su infinita sabiduría, ha decretado un “nunca jamás” al racismo, al clasismo y a la discriminación, mientras México avanza, o eso dicen los comunicados oficiales, por el sendero iluminado de la pureza, la concordia, la democracia perfecta y la justicia absoluta.
“El hereje que convoca a la violencia, yerra; el apóstol del odio, yerra; el necio que cree que la fuerza bruta puede suplantar a la justicia divina, yerra; el traidor que susurra sobre intervenciones extranjeras, yerra; el iluso que piensa que una alianza con el exterior le dará poder, yerra; el macho ancestral que cree que las mujeres son el sexo débil, yerra; el miope que supone que la Gran Transformación descansa, yerra; el malintencionado que piensa que sus fábulas y calumnias pueden hacer mella en la juventud o en el pueblo, yerra; el elitista que cree que el pueblo es un conglomerado de insensatos, yerra clamorosamente”, sentenció, lanzando anatemas desde el Zócalo, la plaza donde antes se vendía el destino nacional al mejor postor y ahora se vende la redención al único postor.
Sostuvo, con lógica impecable, que México vive una era dorada donde el poder no se ejerce para oprimir, sino para servir con devoción. Nadie, ni los espectros del pasado ni los demonios del presente, podrán detener la marcha triunfal de un pueblo y su gobierno fusionados en un solo ser. “Compatriotas: Nuestra crónica nacional lo ha evidenciado reiteradamente: Cuando avanzamos en piadosa procesión, guiados por los dogmas incuestionables, ningún obstáculo puede frenarnos. México progresa hoy, como nunca antes, con un pueblo lleno de dignidad y memoria selectiva. México transita por la vía de la probidad, la serenidad, la democracia unánime y la equidad infalible. ¡Larga vida a la Revolución Mexicana!”, exclamó, mientras los ecos de Emiliano Zapata y Francisco Villa eran convenientemente editados para sonar acordes al nuevo himno.
Recalcó que cuando un pueblo ha memorizado la versión autorizada de su historia y custodia sus logros, jamás retrocederá a la era de las iniquidades. Por ello, no hay espacio para las prédicas que normalizan la violencia, que ensalzan la imposición o que ambicionan una nación para una minoría selecta. “Las imposiciones y los privilegios son reliquias de un pasado oscuro. Ahora tenemos Carta Magna, tenemos democracia plebiscitaria y tenemos un gobierno que no solo oye, sino que escucha; que no solo tolera, sino que respeta; que no solo gobierna, sino que responde a las demandas de su pueblo. Hoy las libertades no son concesiones graciosas del Olimpo, sino que brotan desde las bases, desde cada colonia, cada comunidad, desde cada garganta que habla con altivez, porque en el México de hoy a nadie se le silencia, a nadie se le persigue por disentir, y eso, queridos feligreses, es una conquista irrevocable del pueblo”, declaró, en un alarde de realismo fantástico que haría palidecer a García Márquez.
Evocó, como en una lección de catecismo laico, la época de Madero y los Flores Magón, quienes se alzaron contra el yugo porfirista, un México de explotación descarada, apartheid social, injusticias banales, libertades políticas suprimidas, prensa independiente acosada, opositores vigilados, exiliados o eliminados, y elecciones que eran un sainete. Por analogía perfecta, instó a no olvidar el oscuro interludio neoliberal, un lapso de 36 años de miseria, desigualdad, corrupción y prebendas para una élite minúscula, un periodo que, casualmente, sirve de espantajo para justificar todas las acciones del presente.
“Los nostálgicos que hoy ensalzan la mano férrea, la prepotencia por encima del estado de derecho, los que reivindican la ultraderecha o esa libertad libertaria que solo disfrutan los acaudalados, desconocen la historia patria y a nuestro pueblo. El porfiriato de antaño es el mismo fantasma al que quieren invocar hoy: el del despojo institucionalizado, el del exterminio sigiloso, el de la servidumbre, el de una prensa amordazada, el de una paz mortecina. Tampoco debemos borrar de nuestra memoria el periodo inmediatamente anterior a la actual Transformación: 36 años de retrocesos, penuria, inequidad, corrupción sistémica y privilegios obscenos; la era neoliberal”, sentenció, trazando una línea recta e inevitable entre los demonios de ayer y los críticos de hoy.
Enumeró, con la precisión de un notario, las cuatro Grandes Transformaciones que han cincelado el destino de la nación: la Independencia, la Reforma y la Revolución, que fueron gestadas con fusiles y sangre. Y la Cuarta —que irrumpió en 2018— es pacífica y fue decidida por una mayoría abrumadora del pueblo mexicano, una gesta que reclama para sí la justicia, la libertad, la democracia y la Prosperidad Compartida, un concepto tan etéreo y promisorio como el Santo Grial. “¡México no retrocederá jamás! La paz y la tranquilidad son el dulce fruto de la justicia”, concluyó, mientras la muchedumbre, o al menos la que aparecía en pantalla, aplaudía al unísono, en un perfecto y armonioso final para una revolución que, al parecer, ya no necesita revolverse, sino solo desfilar.















