En mis años cubriendo la seguridad pública, he visto cómo la violencia se ramifica de formas impredecibles y devastadoras. La noticia de que un niño de apenas un año perdió la vida por el impacto de una bala perdida en el Barrio de Ocotla, municipio de Rafael Delgado, Veracruz, es un recordatorio brutal de una lección que aprendí hace tiempo: en un enfrentamiento, el peligro no conoce de blancos.
Los hechos, ocurridos en vísperas de la Navidad, siguen un patrón tristemente familiar para quienes conocemos la región. Según los testimonios recabados, varios individuos armados a bordo de un vehículo persiguieron a un motociclista, desatando un intercambio de disparos. La teoría en un escritorio puede hablar de “daños colaterales”, pero en la práctica, como vi en otros casos, una bala perdida es un proyectil con la misma letalidad, solo que su destino lo decide el azar. En esta ocasión, el azar la dirigió hacia un menor que se encontraba en compañía de sus familiares.
El traslado del pequeño a un hospital de Orizaba y su posterior canalización al Hospital del IMSS-Bienestar de Río Blanco, donde finalmente falleció, ilustra la cadena de esfuerzos que suele ser insuficiente frente a la gravedad de estas heridas. He acompañado a familias en esos trayectos desesperados, y la sensación de impotencia es un común denominador.
Como era de esperarse, elementos de la Fiscalía General de Justicia iniciaron una investigación. La experiencia, sin embargo, nos ha enseñado que el camino para esclarecer estos hechos y lograr una sanción ejemplar está lleno de obstáculos, desde la opacidad hasta las amenazas. La verdadera complejidad no está solo en detener a los responsables directos del tiroteo, sino en desarticular las redes que permiten que estas situaciones se repitan, convirtiendo calles y barrios en campos de batalla improvisados. La muerte de un inocente no es un incidente aislado; es el síntoma más grave de un mal que corroe el tejido social.
