“En la economía del poder, los políticos son los únicos que convierten corrupción en divisa estable.”
Dicen que las criptos son el negocio del siglo. Mentira bonita: la startup que realmente escala, consigue inversión y no paga impuestos es la política pública. Allí no hay volatilidad: hay contratos a la vista, permisos en cascada y oficinas que funcionan como cajeros automáticos con aire acondicionado.
México está teso de corrupción y lo dice la misma foto grande: en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024 el país obtuvo una puntuación raquítica que lo sitúa lejos de las buenas prácticas. Eso no es opinión, es el termómetro institucional.
En el menú ejecutivo de ese “negocio”: adjudicaciones a la medida, contratos sin licitación, empresas fachadas, transferencia de bienes públicos a bolsillos privados y, cuando hace falta un disfraz, un contrato por “servicios de emergencia” aparece como por arte de magia. ¿Resultado? El erario se convierte en un mercado interno para comprar lealtades, vehículos, terrenos y hasta futuros políticos.
No es anécdota: los grandes casos demuestran el escalonado saqueo. Figuras con acceso al presupuesto —ya sean funcionarios de seguridad, de salud o del ramo energético— han sido señaladas por triangulaciones millonarias que terminaron en bienes de lujo o cuentas en el extranjero. Los ejemplos de corrupción de alto perfil (con montos y contratos que aún ruedan por tribunales y juzgados internacionales) muestran que el botín puede ser gigantesco.
Mientras tanto, la narrativa tech vende la cripto-revolución como alternativa. Sí —en México crece el interés por activos digitales y la adopción avanza— pero la adopción de monedas virtuales no te garantiza un contrato público, una aduana compinche o una licitación “especial”. Las criptos mueven capital privado; la política mueve presupuesto público, y ahí la ganancia (cuando actúas fuera de la ley) puede ser estratosférica.
El sistema tiene su manual operativo: primero, captura de la institución. Nombras a quien debe auditar y ya está resuelta la contabilidad creativa. Segundo, creas una red de proveedores fantasma y repartes contratos por excepción. Tercero, manejas el riesgo: cuando la presión sube, se criminaliza al mensajero o se negocia impunidad con acuerdos que nadie ve. Y cuarto, la pantalla: campañas, comunicados y discursos que lavan la pila y venden “cero tolerancia”. En la práctica, la tolerancia es ninguneada y el robe es administrado.
La presión internacional y algunas sanciones han cambiado reglas del juego (por ejemplo decisiones diplomáticas y revocaciones de visas que advierten y acusan), pero la señal es ambivalente: la puntería llega a individuos, no siempre al tejido. La política sigue siendo, para muchos, la forma más eficaz de “hacer negocios” a gran escala.
¿Y la justicia? Funciona a trompicones: expedientes que aparecen, audiencias que presumen avances, pero pocas sentencias ejemplares que recuperen lo saqueado o que fracturen las redes. La consecuencia es obvia: el incentivo para entrar a la política ya no es servir —es capitalizar; ya no es representar— es rentabilizar.
Para el ciudadano, la factura es doble: menos servicios públicos (porque se usaron para pagos privados) y una degradación de la confianza cívica que, a la larga, erosiona la democracia. Para el político que apuesta al “modelo”, la recompensa es inmediata y, a veces, indefinida: casas, empresas, viajes y—lo más valioso—poder para seguir operando.
En la banqueta se ve claro: unos invierten en criptos que suben y bajan con gráficos; otros invierten en puestos que nunca se vencen. Una cartera digital puede multiplicarte un activo; ser gestor de lo público puede multiplicarte la vida entera —siempre y cuando la ética sea una marca registrada que no hayas leído.
La gran verdad incómoda: en México hay un mercado que no cotiza en Nasdaq ni en Binance. Cotiza en el Registro Público, en los contratos de obra, en las aduanas y en los buzones de las oficinas. Y su producto estrella es la impunidad.
Columna elaborada por :
La sombra desde la banqueta