“Dicen que el Tren Maya trajo progreso; lo único que llegó a tiempo fue la corrupción.”
Antes, el único sonido que rompía la calma de Tulum era el de las olas, los tambores y el canto de los hippies reciclados en influencers. Hoy lo que se escucha es el rugido de las retroexcavadoras, el pitido de los trenes y el zumbido de un dron militar que vigila las playas que alguna vez fueron del pueblo. El paraíso se llenó de torniquetes, de cobros y de discursos verdes tan falsos como una palmera de plástico en hotel boutique.
Durante años, Tulum fue la joya del Caribe mexicano: espiritual, libre y desenfadado. Pero bastaron unos cuantos planes de “rescate ecológico” para convertirlo en un experimento de control turístico. El Tren Maya prometía desarrollo y unión regional; lo que trajo fueron kilómetros de selva talada, cenotes fracturados y caminos cerrados. Lo presentaron como un símbolo de progreso, pero terminó siendo el monumento más caro a la improvisación. Los vagones apenas corren, las obras se multiplican y los daños ambientales ya son irreversibles. Donde antes había manglar, ahora hay grava; donde había rutas de jaguares, ahora hay casetas de cobro y militares uniformados de verde olivo.
Luego vino el Parque del Jaguar, el proyecto “estrella” para proteger la zona arqueológica. En el papel suena bien, pero en la realidad se convirtió en la frontera invisible entre los locales y su propio mar. Donde antes la gente entraba libremente a bañarse o vender artesanías, ahora hay guardias, cuotas y permisos. El discurso oficial habla de conservación; la práctica, de privatización con uniforme. Las comunidades mayas que vivían del turismo artesanal fueron desplazadas para dar paso a las concesiones de los nuevos “guardianes del jaguar”. El rugido ya no espanta depredadores, espanta turistas.
La violencia también hace su parte. Balaceras en la zona hotelera, extorsiones a comerciantes, asesinatos que se pierden entre comunicados y silencios. El turista ya no sólo pregunta por la playa o el cenote, también por las zonas “seguras”. Mientras tanto, los apagones son rutina, el drenaje colapsa y los hoteles pelean por generadores eléctricos para sobrevivir las noches. Tulum pasó de ser destino de paz a parque temático del caos tropical.
El turismo se está yendo. Los vuelos bajan, los influencers se mudan a Bacalar y los hoteles reportan ocupaciones que no llenan ni la mitad de sus habitaciones. El mochilero se refugia en Mérida, el europeo busca Cancún y el inversionista duda. Lo que era “eco-chic” ahora huele a sargazo y corrupción. La belleza natural sigue ahí, pero está atrapada entre bardas, logotipos oficiales y discursos que suenan más a propaganda que a protección.
El dinero público que debía impulsar el turismo terminó por ahuyentarlo. El Tren Maya encareció los servicios, el Parque del Jaguar cerró accesos y la militarización del territorio rompió el encanto de la libertad. Cada peso invertido en un muro es un turista menos en la playa. Cada decreto de “protección” se traduce en otra zona vedada para el pueblo. Y mientras el Estado presume “desarrollo sustentable”, la selva pierde hectáreas, las comunidades pierden espacio y el país pierde credibilidad.
Tulum no se está muriendo, lo están agotando. Lo exprimen a diario entre cemento, discursos y dinero mal usado. El jaguar ya no es símbolo de fuerza: es emblema del saqueo con discurso ecológico. Y el turista que antes buscaba espiritualidad, ahora sólo encuentra facturas.
Columna elaborado por :
La sombra desde la banqueta