En un episodio que expone la alarmante escalada de violencia contra figuras públicas, Mario Machuca Sánchez, prominente representante de la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos (CROC) en Quintana Roo, fue ultimado a tiros en un ataque coordinado en plena zona hotelera de Cancún.
El crimen ocurrió en circunstancias que parecen extraídas de un thriller político: mientras el dirigente laboral viajaba en un vehículo ejecutivo por el cruce de Kabah con Chichén Itzá, sujetos armados descargaron su furia con precisión militar. ¿Simple ajuste de cuentas o mensaje intimidatorio al movimiento obrero organizado?
Testigos reportaron que los agresores, cuyo modus operandi sugiere entrenamiento paramilitar, actuaron con impunidad característica en pleno horario diurno (14:00 hrs), desapareciendo sin dejar rastro tras el ataque. Las fuerzas combinadas de Seguridad Ciudadana y Guardia Nacional encontraron sólo el escenario del crimen: una camioneta acribillada convertida en símbolo de la vulnerabilidad institucional.
La Fiscalía del Estado ha abierto una investigación por homicidio calificado, categoría jurídica que revela la premeditación del crimen. Sin embargo, la ausencia de detenidos plantea interrogantes incómodas: ¿Estamos ante la incapacidad operativa de las autoridades o frente a la sofisticación de grupos delictivos que operan con impunidad?
Este suceso no es un hecho aislado, sino el eslabón más reciente en una cadena de violencia selectiva que está reconfigurando el ejercicio del liderazgo social en México. La pregunta disruptiva que debemos formularnos: ¿Cómo transformar esta espiral de violencia en una oportunidad para reinventar los mecanismos de protección a activistas y reconstruir el tejido social desde paradigmas innovadores?