Desde mi experiencia en el ámbito de la salud pública, he sido testigo de cómo el consumo de bebidas energizantes entre adolescentes ha pasado de ser una curiosidad ocasional a un hábito preocupantemente normalizado. Recuerdo claramente, hace unos años, atender en un servicio de urgencias a un joven de 16 años con un cuadro severo de taquicardia y ansiedad tras haber consumido dos latas antes de un partido de fútbol. Fue un episodio que nos abrió los ojos: la teoría sobre los riesgos se estaba materializando en casos concretos y alarmantes.
Por eso, la reciente aprobación en la Comisión de Salud de la Cámara de Diputados, con 20 votos a favor, de una iniciativa para prohibir la venta y suministro de estas bebidas a menores de 18 años es un paso crucial. He aprendido que las regulaciones, cuando son bien planteadas y socialmente necesarias, como argumenta el diputado Pedro Mario Zenteno, pueden ser herramientas poderosas para proteger a nuestra población más vulnerable. La propuesta, impulsada por los diputados Ricardo Monreal Ávila y José Luis Fernández Martínez, no llega en un vacío; responde a una urgencia epidemiológica creciente.
La iniciativa modifica la Ley General de Salud para establecer sanciones económicas severas, de hasta 220 mil pesos, para los establecimientos que incumplan la prohibición. En la práctica, sé que una ley sin dientes coercitivos es letra muerta. Esta disposición envía un mensaje claro sobre la seriedad del asunto. La definición que se plantea es amplia y acertada: se consideran energizantes aquellas bebidas no alcohólicas con mezclas de cafeína, taurina, glucuronolactona u otras sustancias con efectos estimulantes similares. Esto es clave, porque la industria constantemente innova con nuevos compuestos.
Los datos expuestos en el dictamen son contundentes y reflejan lo que muchos profesionales de la salud hemos observado en la primera línea: el consumo ha crecido exponencialmente, especialmente entre jóvenes de 15 a 18 años. Las agresivas campañas publicitarias dirigidas a este sector han sido, en mi opinión, irresponsables. No se puede tratar como un simple refresco a un producto con un cóctel de sustancias que alteran el sistema nervioso central.
La evidencia científica recopilada por organismos como la Organización Mundial de la Salud y la Agencia Francesa de Seguridad Alimentaria no deja lugar a dudas. He revisado estudios que vinculan el consumo recurrente con afecciones cardiovasculares —desde hipertensión arterial hasta arritmias potencialmente mortales—, trastornos neurológicos como ansiedad e insomnio, y alteraciones metabólicas que predisponen a la obesidad infantil y la diabetes tipo 2. El riesgo se multiplica de forma alarmante cuando, como suele ocurrir en fiestas, se mezclan con alcohol o se ingieren durante la práctica deportiva intensa.
Ahora, el dictamen pasa a la Mesa Directiva para su discusión y votación en el pleno de San Lázaro. Mi perspectiva, tras años de trabajo, es que este tipo de medidas de prevención son siempre más efectivas y menos costosas que tratar las enfermedades que intentan evitar. Proteger la salud integral de niñas, niños y adolescentes debe ser una prioridad absoluta, por encima de cualquier interés comercial. Es una lección que, como sociedad, no podemos permitirnos aprender demasiado tarde.