El alto costo de gravar la nómina para las empresas mexicanas

Tras décadas de observar la dinámica entre la política fiscal y el tejido empresarial en México, he visto con preocupación cómo decisiones aparentemente técnicas, como el incremento del Impuesto Sobre Nómina (ISN), pueden tener efectos profundos y a veces devastadores en la economía real. Las confederaciones empresariales, con las que he colaborado en innumerables mesas de diálogo, tienen razón al pedir a los gobiernos estatales que reconsideren el aumento de esta y otras cargas locales. No es una simple oposición ideológica; es una advertencia basada en la experiencia cotidiana de miles de empresarios que luchan por mantenerse a flote.

La Coparmex y la Concanaco-Servytur han identificado un patrón alarmante. Estados como Baja California Sur, Campeche, Chihuahua, Colima y Nuevo León ya contemplan modificaciones directas al gravamen sobre nómina. Otros, como Guanajuato, Jalisco, Veracruz y Yucatán, entre varios más, evalúan otros ajustes tributarios. He vivido en carne propia cómo esta fragmentación normativa crea un laberinto fiscal que desgasta los recursos y la paciencia de las empresas, especialmente cuando se combina con el reciente aumento del salario mínimo.

La espada de Damocles sobre las Mipymes

Permítanme compartir una lección aprendida: cuando se encarece artificialmente la formalidad, se empuja a las empresas hacia la informalidad o la quiebra. La Concanaco-Servytur señala con acierto que subir el ISN implica un mayor costo para contratar y operar dentro de la ley, un golpe particularmente duro para las Micro, pequeñas y medianas empresas (Mipymes) y los negocios familiares. He asesorado a muchos de ellos, y su margen de maniobra es mínimo. Un incremento del 6.6% en sus costos, como estima Coparmex, no es un número en un informe; para muchos significa dejar de contratar a ese joven recién egresado, posponer la compra de un equipo esencial o, en el peor de los casos, cerrar las puertas.

Reconozco, como lo hacen las confederaciones, la legítima necesidad de los estados de obtener recursos. Pero la sabiduría práctica nos enseña que no toda recaudación es buena recaudación. En un país donde la informalidad en el sector privado alcanzó el 64.3% en 2023 y donde más de 32 millones de personas trabajan en condiciones de precariedad, según el Inegi, hacer más costoso el empleo formal es un contrasentido económico. Es como intentar llenar un balde con un agujero en el fondo.

La verdadera batalla por la competitividad

El verdadero debate, desde mi perspectiva, no debería ser cuánto más podemos gravar, sino cómo podemos ser más eficientes. Las cámaras piden una revisión responsable centrada en la eficiencia del gasto público y la simplificación administrativa, y no puedo estar más de acuerdo. He visto presupuestos públicos mal ejecutados y trámites kafkianos que ahogan la iniciativa. Antes de pedir más, los gobiernos deben demostrar que optimizan lo que ya tienen. La competitividad regional no se gana con impuestos bajos a cualquier costo, sino con un ecosistema integral: seguridad, certeza jurídica, infraestructura y energía confiable. Sin esto, los incrementos al ISN solo servirán para ahuyentar la inversión hacia otras entidades o, peor aún, hacia otros países.

El llamado al diálogo entre el sector público y privado es crucial. No como un mero formalismo, sino como una conversación franca sobre el impacto real de las políticas. Las medidas de apoyo a las Mipymes no pueden ser un eslogan; deben ser herramientas concretas que eviten que los costos se trasladen a precios o, lo más valioso, al empleo. Cuando casi la mitad de las empresas se ven forzadas a elevar precios o congelar inversiones por un aumento tributario, todos perdemos: empresarios, trabajadores y consumidores.

En conclusión, la experiencia nos muestra que un sistema tributario inteligente no es el que más recauda a corto plazo, sino el que fomenta la base de contribuyentes formales, incentiva la creación de empleos dignos y construye una competitividad sostenible. Gravar la nómina de manera desproporcionada ataca el corazón mismo de la economía: el trabajo y la empresa que lo genera. Es una lección que, como país, no podemos permitirnos seguir aprendiendo por las malas.

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