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El amor eterno a las madres que ya no están

Historias que revelan cómo el amor de una madre trasciende incluso en su ausencia.

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El 10 de mayo no es solo una fecha en el calendario; es un ritual colectivo donde el cariño y la nostalgia se entrelazan. A lo largo de mis años cubriendo tradiciones, he visto cómo este día moviliza a miles hacia los panteones, cargados de flores y canciones. Las tumbas se convierten en altares improvisados, y las anécdotas —como las de Beatriz González, quien recuerda la generosidad inquebrantable de su madre— revelan una verdad universal: el vínculo maternal no se rompe con la partida.

En el Panteón de Mezquitán, el ambiente es una mezcla de solemnidad y celebración. Las familias, como los Contreras Flores, mantienen vivas las costumbres —mariachis incluidos— porque, como me enseñó una abuela hace años, “los rituales son la forma en que los muertos siguen conviviendo con nosotros”. Patricia González lo resume con crudeza: “A una madre se le extraña siempre”. Su voz, cargada de dos décadas de ausencia, resuena en quienes comprendemos que el duelo no es lineal.

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La lección más valiosa que he aprendido en estos recorridos es simple pero profunda: el tiempo con ellas es finito. Beatriz, a sus años avanzados, lo dice sin rodeos: “Nunca estamos preparados para su partida”. Este día, más que flores o serenatas, es un recordatorio urgente: abrazar, agradecer y atesorar cada instante. Porque, como escribió una vez una lectora en una carta que aún conservo, “el eco de una madre perdura en los gestos que nos enseñó”.

Entre las lápidas, las risas y lágrimas se funden. Aquí no hay lugar para el arrepentimiento, solo para la promesa de honrar su legado. Y eso, en esencia, es lo que convierte este ritual en un acto de amor imperecedero.

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