En un alarde de innovación filantrópica que dejaría pálidos a los magos de la logística, la benemérita dependencia estatal de Veracruz ha resuelto el ancestral problema de la liquidez monetaria. ¿Para qué entregar a los héroes de batas blancas un vulgar y anacrónico fajo de billetes, cuando se puede otorgar un modernísimo vale de compra, convenientemente adscrito a un único templo del consumo? Así, el sudor y el sacrificio de meses se transmutan en un crédito intransferible, ideal para adquirir, entre crisis y crisis, una licuadora de última generación o un televisor de pantalla plana.
La protesta subsiguiente de los sanitarios, con su obstinado cierre de vías y su arcaico clamor por “efectivo”, no es sino un patético reflejo de su falta de visión. No comprenden la sublime pedagogía de esta medida: el Estado, en su infinita sabiduría, no solo les regala un bono, sino que les dicta el catálogo de sueños permitidos y les imparte una lección magistral de economía doméstica acelerada, al dotar al plástico de una vigencia de diez días. Una carrera contra el reloj para gastar, que inyecta dinamismo al comercio y disciplina mental al trabajador. ¿Acaso Swift, en su modestia, imaginó jamás una “Modesta proposición” tan elegante para estimular la circulación de mercancías mientras se premia al proletariado? Es la cuadratura del círculo burocrático: el incentivo que no puede usarse para pagar la renta, la escuela o la deuda, sino solo para participar en el rito sagrado del consumo dirigido. Una parodia perfecta del bienestar, donde la recompensa es, en sí misma, una jaula dorada con forma de pasillo comercial.














