El celular que sonó en el apocalipsis burocrático de Iztapalapa

En la gran metrópoli, donde el progreso huele a gas licuado y sueños carbonizados, una pipa decidió ofrecer su interpretación más ardiente de la pirotecnia urbana. El escenario: Iztapalapa, ese distrito donde la tragedia necesita agendar cita por lo recurrente de sus visitas. La fecha: un 10 de septiembre cualquiera, porque los apocalipsis ya ni siquiera merecen calendario propio.

Entre el ballet de escombros humeantes y el perfume a azufre con notas de negligencia institucional, surgió el héroe moderno: un funcionario de Protección Civil, ese cuerpo de valientes que libra batallas épicas contra hidrantes oxidados y reglamentos obsoletos. Su misión: encontrar supervivientes en un paisaje que parecía diseñado por un artista posapocalíptico con budget limitado.

Y entonces, como en el más absurdo de los sketchs divinos, sonó un teléfono. No cualquier teléfono, sino un smartphone que, a pesar de haber sido bautizado por las llamas, insistía en cumplir con su deber contractual. ¡Oh, milagro de la tecnología capitalista! Donde la vida humana es frágil, los dispositivos con garantía muestran una resiliencia encomiable.

La coreografía burocrática del drama

El buen Francisco Bucio, nombre que debería grabarse en letras de oro en el panteón de los burócratas mitológicos, encontró entre los restos calcinados de lo que fue una mochila estudiantil el Santo Grial de la tragedia contemporánea: una credencial universitaria y un celular sonando. La mochila, por supuesto, perfectamente carbonizada; los cuadernos, convertidos en papiros de la ineptitud; pero el teléfono, ¡ah, el teléfono! sobrevivió para contarlo (o más bien, para recibir llamadas).

Con la solemnidad de un notario público certificando su propia irrelevancia, Bucio descolgó. Al otro lado, la voz de una madre preocupada, ajena aún al espectáculo mediático que se cocinaba con su angustia como ingrediente principal. ¿Y qué hace nuestro héroe? Le explica la situación con la calma de un funcionario que ya tiene el soundbite para las redes sociales.

“Mire, soy de Protección Civil. Ya hablé con su papá…” – frase que inevitablemente hace preguntarse cuántos intermediarios necesita una tragedia para alcanzar su máxima eficiencia burocrática. Primero llamar al papá, luego a la mamá, después tuitearlo, subir el unboxing de los escombros a YouTube y finalmente, si queda tiempo, buscar a la joven estudiante.

La madre, naturalmente confundida por encontrar a un extraño contestando el celular de su hija en medio de lo que ella creía un día normal, recibe la noticia con la suavidad institucional característica: “Aquí estamos en una emergencia, hubo un incidente”. ¡Incidente! Hermoso eufemismo para designar el momento en que el infierno decide hacer turismo en la periferia capitalina.

Así funciona la maquinaria perfecta: primero explota la pipa, luego explotan las redes sociales, después suena el teléfono y finalmente se organiza el protocolo de comunicación familiar escalonada. Todo en su justo orden, porque el caos debe ser administrado con correcta jerarquía burocrática.

Mientras tanto, en algún lugar entre los escombros y la indiferencia, una estudiante llamada Ana Daniela se convirtió en el MacGuffin de esta tragicomedia nacional, su paradero menos importante que la viralización del video donde un funcionario atiende su teléfono. Porque en el gran teatro del mundo, lo que realmente importa no es resolver problemas, sino tener buen material para el clip del noticiero de la noche.

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