El circo de la seguridad y la tragedia recurrente en Chiapas

En un despliegue de fuerza que hubiera hecho palidecer de envidia a una producción hollywoodense, las verdes colinas de Chiapas fueron invadidas por un ejército de más de quinientos salvadores uniformados. La sinfonía del progreso incluyó al Ejército, la Guardia Nacional, la Marina, y una plétora de acrónimos estatales (FRIP, PFM), todos movilizados con urgencia marcial para responder a un acto de barbarie: la quema de dos templos del ocio nocturno y el rapto de ocho feligreses. La eficacia, como es tradición en estas epopeyas, fue tal que lograron hallar a uno de los desaparecidos, convenientemente convertido en cadáver.

La víctima, Sergio Enrique Pereda Tamayo, propietario del bar “Kabala”, era un conocido empresario del sector de la salud recreativa, o “narcomenudeo”, como lo denominan los burócratas carentes de visión. El sistema de justicia, en un arrebato de clemencia moderna, lo había acogido brevemente en una residencia estatal de Villaflores en agosto, solo para devolverlo a la sociedad en noviembre, renovado y con una nueva medida cautelar. La justicia, ágil y preventiva, cumplió su ciclo: de la celda a la tumba en un abrir y cerrar de expedientes.

El gran teatro del orden y la productividad carcelaria

El megaoperativo, no contento con encontrar muertos, demostró una productividad encomiable. Detuvo a siete almas (cinco caballeros y dos damas), aseguró un arsenal compuesto por dos pistolas y un rifle (la contabilidad balística es crucial), e incautó un parque vehicular que incluía tres camionetas disfrazadas de patrulla militar y una unidad blindada, evidenciando el floreciente sector de la imitación institucional. Hasta la frontera con Oaxaca se extendió este circo, con helicópteros y drones sobrevolando la tragedia, como ángeles metálicos de un reality show policial. Entre tanto barullo, rescataron a un hombre atado y vendado en un bosque, un detalle casi pastoral en medio del caos.

La burocracia de la muerte: informes y hemorragias

El señor Pereda Tamayo fue localizado dentro de una camioneta blanca, decorando un bosque, con un orificio de bala en la pierna. Los sabios forenses dictaminaron que murió por una “hemorragia aguda secundaria a una herida por proyectil”, una explicación técnica que, traducida al lenguaje terrenal, significa que se desangró después de que le dispararan. Mientras, la lista de desaparecidos crece, un catálogo de nombres que son titulares hoy y estadísticas mañana. Las autoridades, con la solemnidad de un oráculo, prometen continuar los operativos, una sentencia que suena a eterno retorno.

Epílogo para quemaduras y promesas

Las mujeres quemadas, Nayeli, Citlali y Jazmín, fueron trasladadas y se reportan “estables”. Un milagro médico en medio del infierno. El fiscal de turno, Jorge Luis Llaven Abarca, cerró el acto afirmando que los operativos continuarán. Una profecía autocumplida: la máquina de la seguridad seguirá girando, ruidosa y espectacular, generando detenciones, asegurando vehículos clonados y produciendo informes, mientras la verdadera comedia negra—la de la impunidad, la liberación estratégica y la muerte absurda—repite su guion, función tras función, ante un público aterrorizado que ya no distingue entre los payasos y los verdugos.

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