En el año del Señor de 2009, mientras el mundo se recuperaba de crisis económicas y promesas incumplidas, el sacro imperio de la NFL procedió con su ritual anual de subasta de gladiadores modernos. En esta ocasión, el nuevo Mesías futbolístico, Mark Sánchez, fue adquirido por los Jets de Nueva York, provocando que los templos televisivos mexicanos enviaran a su mejor sacerdotisa del espectáculo deportivo, Inés Sainz, a capturar las sagradas palabras del elegido. Lo que siguió fue una tragicomedia institucional digna de los mejores dramaturgos griegos.
El Santo Grial de la Entrevista Exclusiva
Recientemente, en el moderno púlpito digital de Ricardo Peláez, la sumisa sacerdotisa del perdón recordó cómo el sistema inmunológico corporativo de la NFL activó sus defensas ante la posibilidad de que una mujer reclamara lo que por derecho le correspondía: cinco millones de dólares de penitencia. La liga, en su infinita sabiduría burocrática, había declarado imposible la entrevista exclusiva, pero magnánimamente permitió el acceso al santuario viril de los vestuarios, donde la tradición periodística se mezcla con el rito tribal de la masculinidad exacerbada.
“Descendí a las catacumbas del estadio”, narró la intrépida reportera, “y ante mi presencia, los gladiadores modernos comenzaron su ritual de cortejo primitivo con piropos que harían ruborizar hasta al más experimentado albañil mexicano”. La periodista, curtida en las batallas callejeras del piropo latino, consideró el incidente como parte del folclore intercultural, sin sospechar que la maquinaria de la corrección política ya había comenzado a triturar la anécdota para convertirla en escándalo.
La Inquisición NFLera Despierta
Al amanecer, el Gran Inquisidor de la NFL llamó a la periodista para investigar un crimen que la propia víctima desconocía haber sufrido. Así funciona la justicia postmoderna: te acusan de ser víctima aunque rechaces el título. La llevaron ante un concilio de juristas que esperaban su llanto y su demanda, pero encontraron instead una mujer que se atrevió a cuestionar sus definiciones prefabricadas de acoso.
“Defínanme qué es acoso sexual ustedes”, desafió la hereje, “porque capaz lo tenemos identificado distinto”. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier discurso sobre la hipocresía institucional. Mientras firmaba los papeles de su no-denuncia, abogados oportunistas le susurraron al oído sobre los treinta dineros modernos que podría obtener: cinco millones de dólares por interpretar el papel de víctima que el sistema necesitaba.
Al día siguiente, descubrió su rostro estampado en los periódicos como la mártir involuntaria de una causa que nunca abrazó. El epílogo llegó cuando el patricio dueño del equipo llamó personalmente para ofrecer disculpas, asegurar su silencio y obsequiarle el equivalente moderno de las indulgencias papales: boletos para futuros espectáculos. Así se cierra el círculo en el gran teatro del absurdo corporativo, donde todos interpretan su papel excepto la verdad, que siempre termina siendo la gran ausente.















