El descarrilamiento del Tren Interoceánico revela los riesgos de la infraestructura

La noticia del descarrilamiento del Tren Interoceánico el pasado domingo me golpeó con una familiar pesadez en el pecho. A lo largo de mi carrera, he visto cómo la euforia por inaugurar grandes obras de infraestructura a veces opaca los meticulosos procesos de mantenimiento y operación que garantizan su seguridad a largo plazo. Este no es un incidente aislado; es un recordatorio sombrío de que los rieles, por más modernos que sean, exigen un respeto constante.

El balance, hasta ahora, es desgarrador: 13 vidas perdidas y decenas de heridos, entre ellos niños. Cada número representa una historia interrumpida, una familia destrozada. He estado en esas “zonas cero”, y el caos inicial descrito —con vagones colgando del barranco— habla de una secuencia de eventos críticos donde cada segundo cuenta. La rápida movilización de más de 350 elementos de la Marina es estándar en protocolos de emergencia, pero la verdadera prueba comienza ahora con la investigación forense de la vía y la caja negra del convoy, el “Pulser”.

La anatomía de un proyecto emblemático y su presión

El Corredor Interoceánico fue, sin duda, la joya de la corona del sexenio anterior. Lo escuché ser calificado en foros internacionales como un “cambio de juego” logístico. Su promesa de unir los océanos y detonar el desarrollo del sureste es legítima y poderosa. Sin embargo, en este oficio se aprende que cuando un proyecto se carga con tanto peso político y simbólico, los plazos y la narrativa de éxito pueden ejercer una presión invisible sobre los operativos diarios. La teoría de conectar puertos y comunidades es impecable; la práctica exige una cultura de seguridad inquebrantable en cada turno, en cada revisión de bogies y rieles.

Las estadísticas citadas —más de un millón de toneladas de carga y casi 150,000 pasajeros transportados— muestran un corredor vibrante. Pero los números de tráfico nunca deben ser un sustituto de los indicadores de seguridad. La línea “Z”, donde ocurrió la tragedia, era la más antigua en operación para pasajeros. Con el tiempo, aprendí que las curvas en terrenos complejos, como los de la región del Istmo, son puntos de atención permanente. Una mínima desviación en la velocidad, un posible desgaste no detectado, o una combinación de factores, pueden tener consecuencias catastróficas.

Lecciones que vienen de la amargura

Lo que sigue es crucial. La investigación conjunta entre la Agencia del Transporte Ferroviario y la Fiscalía debe ser técnica, transparente e implacable. No se trata de buscar culpables de manera precipitada, sino de entender la cadena de fallas. ¿Fue un factor humano, un error de juicio en la cabina? ¿Fue un problema material en la vía o en el equipo rodante? ¿O fue, como he visto en otros casos, una convergencia desafortunada de varios elementos?

La promesa de la Presidenta Sheinbaum de estar con las familias es lo correcto. La credibilidad de un proyecto de esta magnitud se reconstruye con empatía genuina y, sobre todo, con acciones concretas que prevengan una repetición. Las grúas de Ferrosur encarrilarán los vagones, pero encarrilar la confianza pública será un trabajo mucho más largo y arduo.

Una anécdota que siempre comparto: un viejo ingeniero ferroviario me dijo una vez que “la confianza en un tren se construye kilómetro a kilómetro, pero se puede perder en un solo metro de vía”. El Interoceánico está hoy en ese metro crítico. Su futuro como columna vertebral del desarrollo del sureste dependerá no de los discursos que lo elogian, sino de las lecciones que se extraigan de esta curva en Nizanda y de la rigurosa aplicación de esas lecciones en cada viaje que siga.

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