El eficiente catálogo de ausencias en la perla del Pacífico

En un alarde de eficiencia burocrática sin precedentes, la Fiscalía General del Estado ha ampliado su colección de fiches antropométricas, añadiendo con meticuloso detalle las especificaciones de dos mujeres y dos adolescentes que han tenido la desconsideración de esfumarse del paisaje idílico de Mazatlán. La institución, en un gesto de conmovedora confianza en el civismo, suplica el auxilio del público para completar este puzzle de vidas interrumpidas, todo ello ante la vaga y remota posibilidad de que hayan sido víctimas de “algún delito”.

El moderno bestiario: fichas para cazar fantasmas

El primer espécimen del catálogo es Santos Alfredo Ramos Moreno, una unidad estadística de 17 años cuya desaparición, ocurrida en octubre, mereció el honor de una denuncia formal en diciembre. Este lapso, lejos de ser negligencia, es un refinado ejercicio de suspense administrativo. La máquina estatal, tras su letargo contemplativo, ha decidido activar la mágica Alerta Amber, un conjuro digital que busca a un joven reducido a sus cicatrices en las rodillas, un lunar y el tatuaje de una bolsa de dinero en la muñeca: una poética y no premonitoria alegoría de los valores de la época.

El segundo ejemplar adolescente es Emanuel Álvarez Chávez, de 16 años, cuyo párpado derecho caído se erige como el emblema perfecto de una sociedad que mira con un solo ojo, y ese, medio cerrado. Su desvanecimiento en El Walamo completa un díptico sobre la juventud evaporada, donde la descripción física sustituye a la biografía y la última ubicación conocida a la esperanza.

Protocolos para domesticar la tragedia

Para las desapariciones femeninas, el Estado despliega su más fino arsenal semántico: el Protocolo Alba. Bajo este nombre, que evoca pureza y amanecer, se busca a Santa Evangelina López Sánchez, de 44 años, cuyo cuerpo está marcado por un tatuaje de una enredadera. Ironía suprema: la flor busca luz mientras su portadora es absorbida por la sombra. La frialdad del informe alcanza su cénit con Saida Anayeli Hernández Santos, de 34 años, eternizada en la memoria oficial por su atuendo de aquel 26 de diciembre: pantalón, blusa y huaraches, todos negros. Un uniforme involuntario de luto.

La gran obra de teatro cívico

La Fiscalía General del Estado, en el clímax de esta farsa, hace un “llamado a la ciudadanía”. Es el momento estelar donde el pueblo, ese ente abstracto, debe convertirse en los ojos y oídos de un Leviatán miope y sordo. Se enfatiza, con un cinismo delicioso, “la importancia de la colaboración comunitaria”. Así, la responsabilidad última de descifrar el enigma de la carne perdida recae, una vez más, en la solidaridad vecinal, mientras la gran maquinaria de la justicia se limita a archivar, protocolizar y esperar, paciente, a que el siguiente nombre engrose su galería de fantasmas con medidas precisas.

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