El espejismo exportador y los aranceles que frenan la fiesta

En un alarde de vigor económico que solo puede ser descrito como “milagroso”, las exportaciones mexicanas a su coloso vecino del norte, Estados Unidos, experimentaron un repunte digno de celebración… o al menos de un tímido aplauso. Según los oráculos modernos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), este ascenso del 8.5% en noviembre –excluyendo el molesto petróleo que siempre ensucia las cifras– constituye nada menos que el avance más lánguido desde el verano. Una clara señal de que la máquina de hacer dinero, esa que supuestamente nos salvará de todo, ha comenzado a toser con elegancia.

La narrativa oficial, siempre ávida de buenas nuevas, se topa de bruces con un detalle incómodo: el sector automotriz, ese titán de acero y orgullo nacional, ha decidido tomarse un respiro. Tras la sabia y previsible imposición de nuevos gravámenes por parte de nuestros socios comerciales, la industria registró una caída del 4.8%. Los expertos, esos seres pagados para nombrar lo obvio, señalan con solemnidad la fragilidad de depender de un solo cliente caprichoso y de unas cadenas globales de valor más tensas que los nervios de un diplomático en una cumbre. En el gran teatro del comercio internacional, México representa el papel del equilibrista que festeja no caerse, ignorando que el cable flojea con cada soplo de viento proteccionista.

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