El Estado decreta guerra total a los vapeadores

En un acto de valor sin precedentes en la lucha contra los males que acechan a la nación, el Gran Ejecutivo Federal ha desenvainado su espada legislativa para declararle la guerra total a la más temible de las amenazas modernas: el humo con sabor a fresa. Sí, hablamos de los vapeadores, esos artefactos diabólicos que, según los sabios de la COFEPRIS, son capaces de corromper el alma y los pulmones de nuestros jóvenes con la misma eficacia que un cártel de la droga.

La sagrada iniciativa, enviada a los sumos sacerdotes de la Cámara de Diputados, propone una pena ejemplar de hasta ocho años de reclusión —una condena que, para nuestra tranquilidad, es comparable a la de algunos homicidas negligentes— para cualquiera que ose adquirir, preparar o, ¡Dios nos libre!, distribuir un cigarrillo electrónico. Mientras tanto, los traficantes de sustancias que verdaderamente desangran al país pueden respirar aliviados; la justicia ha encontrado un enemigo a su medida.

Queda terminantemente prohibido en el territorio nacional cualquier acto relacionado con estos dispositivos. La adquisición, la preparación, el transporte e incluso el pensamiento de enajenación serán perseguidos con el celo de un inquisidor del siglo XXI. La autoridad sanitaria, armada con sus nuevos poderes, podrá verificar, medir y aplicar disposiciones con una eficiencia que, sin duda, envidiarían al combate a la corrupción o a la impunidad.

El documento, una joya de la retórica burocrática, define estos artefactos con la precisión de un neurocirujano: son sistemas mecánico-eléctricos o de “cualquier tecnología” que calientan sustancias tóxicas. Nunca se especifica qué “cualquier tecnología” incluye, dejando la puerta abierta a que en el futuro se prohíban también los humidificadores o las teteras silbantes por si acaso.

La exposición de motivos, un relato de terror científico, advierte sobre las “diversas afectaciones a la salud” y la “presencia de sustancias altamente tóxicas” descubiertas en un análisis cromatográfico. Un hallazgo sin duda alarmante, que justifica plenamente movilizar todo el aparato del Estado, mientras que los altísimos niveles de contaminación atmosférica en las ciudades se gestionan con recomendaciones de no salir a la calle.

En un giro magistral de la trama, la misma iniciativa que declara la guerra al vapeador ciudadano anuncia que la Secretaría de Salud buscará un “mejor entendimiento con la industria” farmacéutica. Es decir, se criminaliza al pequeño comerciante que vende un vaporizador, mientras se tiende la mano a los grandes laboratorios que fijan precios de medicamentos vitales. Una muestra sublime de coherencia policy.

Para coronar esta obra maestra de la satírica legislativa, la propuesta también se ocupa de regular hemoderivados y de considerar como estupefacientes sustancias con nombres tan complejos como bencil-fentanilo o beta-hidroxifentanilo. Es reconfortante saber que nuestros legisladores, mientras debaten la pena por vender un vape, tienen el tiempo y la expertise para descifrar la tabla periódica y seleccionar con pinzas los nuevos demonios químicos.

En resumen, hemos dado un paso de gigante. Mientras el país se enfrenta a desafíos monumentales, nuestros líderes han identificado al verdadero enemigo público número uno. No es la violencia, no es la pobreza, no es la falta de oportunidades. Es ese joven que, en un parque, exhala una nube de vapor con olor a mango. A ese criminal hay que encerrarlo. Por la salud de la nación, claro está.

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