El Estado otorga medallas por resistir al olvido que él mismo administra

En un acto de conmovedora previsibilidad, la augusta Secretaría de Cultura y su fiel escudero, el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, han desvelado los nombres de los afortunados ciudadanos que este año recibirán la sagrada unción del Premio Nacional de Artes y Literatura. No se trata de un mero galardón, sino de un ritual bianual donde el Leviatán burocrático abraza —con la fuerza de un oso de peluche institucional— a aquellos que han tenido la tenacidad, o la terquedad, de crear a pesar de todo, incluyendo, por supuesto, a las propias instituciones que ahora los premian.

¿Quiénes son los condecorados en esta ceremonia de autocelebración estatal?

Los elegidos para esta coreografía de legitimación son:

José Agustín Monsreal Interián, coronado en el campo de Lingüística y Literatura. El escritor yucateco es ensalzado, en un lenguaje tan barroco como el que él mismo podría criticar, por su “devoto cultivo” de la lengua durante más de medio siglo. La maquinaria estatal, que suele tratar la cultura como un problema de presupuesto, descubre de pronto la “trascendencia” y la “necesidad de visibilizar” una obra sólida, justo cuando su autor ha dedicado una vida a hacerlo sin su permiso.

Irma Palacios Flores, triunfadora en Bellas Artes. Se premia a la artista por su “impecable y continua trayectoria” de seis décadas. Es el clásico reconocimiento póstumo en vida: una palmada en la espalda institucional por haber persistido en su mirada poética en un país donde la poesía visual compite con el presupuesto para publicidad oficial.

Mario Humberto Ruz Sosa, laureado en Historia, Ciencias Sociales y Filosofía. El experto en el mundo maya es celebrado por su “perfil interdisciplinario” y su “notable productividad”. La ironía es sublime: un estudioso de una civilización cuyos descendientes sufren marginación es galardonado por un Estado que gestiona esa misma marginación. Su trabajo de traducción a lenguas indígenas es encomiado por la misma estructura que no logra garantizarles justicia básica.

Catalina Yolanda López Márquez, ganadora en Artes y Tradiciones Populares. La oaxaqueña es premiada por rescatar la grana cochinilla. He aquí la alegoría perfecta: una mujer salva un insecto y un color de la extinción, capacitando a campesinos, mientras el modelo económico que empobrece a esos mismos campesinos permanece incólume. Su museo “vivo” es un monumento a lo que el progreso oficial suele matar.

En resumen, una ceremonia impecable donde se otorgan medallas por resistir heroicamente la erosión del tiempo y el desdén, en un país donde el ministerio de la nostalgia es el que mejor funciona. Se premia el rescate de lo autóctono por parte de individuos, mientras la maquinaria cultural estatal a menudo lo folcloriza o lo ignora. Un espectáculo tan necesario como contradictorio: el sistema premiando a quienes, en el fondo, son su más elegante y persistente crítica.

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