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El gobierno perfecciona la máquina de cobrar y limita el derecho a defenderse

En un alarde de eficiencia recaudatoria sin precedentes, el régimen sheinbaumista ha decretado que la justicia es un lujo que los plebeyos no pueden permitirse. La reforma a la Ley de Amparo, enviada con urgencia desde Palacio Nacional, no es una mera modificación legal; es la inauguración oficial de la vía exprés del despojo, donde la autoridad es el único conductor permitido.

Las senadoras disidentes, esos incómodos personajes que aún se atreven a albergar la arcaica noción de contrapesos, han osado señalar que la iniciativa presidencial constituye una maquinaria de limitación de derechos. La propuesta, que reglamenta artículos constitucionales con la delicadeza de una topadora, no solo reforma la ley: la somete a un riguroso programa de adelgazamiento, extirpándole aquellos molestos “mecanismos de defensa” que tanto entorpecen la fluidez del erario.

En el nuevo paraíso fiscal que se nos propone, el ciudadano será un mero espectador de su propio saqueo. ¿Para qué necesita herramientas para defenderse ante tribunales si el gobierno ya ha decidido que es culpable de tener dinero que el fisco no ha cobrado? La senadora Anaya, con una claridad perturbadora, lo resumió: se busca una ruta de cobro más rápida para la autoridad, lo que se traduce elegantemente en una ruta hacia la indefensión para el contribuyente.

Pero la genialidad de esta reforma judicial no se detiene en lo económico. La senadora Barrales destapó la verdadera joya de la corona: el control absoluto. ¿Por qué permitir que cualquiera cuestione megaproyectos faraónicos como el Tren Maya? En el futuro solo podrán quejarse aquellos a quienes se les pise directamente el jardín, literalmente. La defensa del medio ambiente o el interés colectivo quedan así abolidos por decreto, convertidos en conceptos subversivos.

El colmo de esta revolución legal es la castración intelectual impuesta a los jueces. Esos señores con toga que solían tener la facultad de interpretación ahora verán sus capacidades reducidas a la de un simple lector de instrucciones. El poder judicial, ese incómodo vestigio de la vieja democracia, recibe su sentencia final: o se convierte en la notaría del ejecutivo o desaparece.

Así, entre artículos fiscales y reformas constitucionales, se construye el edificio perfecto del autoritarismo: eficiente para cobrar, implacable para silenciar e infalible para concentrar poder. Bienvenidos a la justicia exprés: sin paradas, sin apelaciones y sin molestos derechos de por medio.

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