El Gran Teatro de los Presupuestos se viste de gala
En una función digna del más exquisito teatro del absurdo, el Sacrosanto Pleno de la Cámara de Ilustres Diputados ha rubricado con solemnidad burocrática el monumental Dictamen de la Ley de Ingresos de la Federación para el año del señor 2026. Este faraónico documento, que podría confundirse con la lista de compras de un emperador romano en sus días de mayor extravagancia, otorga a la administración de la presidenta Claudia Sheinbaum la friolera de 10.1 billones de pesos, un incremento que los sumos sacerdotes de la economía han bautizado como “modesto”, pues apenas roza el 6% real respecto al erario del año anterior.
La votación, un ejercicio de redundancia democrática donde 349 votos del oficialismo y sus acólitos barrieron con los 128 de una oposición que parecía más un coro griego lamentando su destino que una fuerza política, consagró el derecho divino del gobierno a recaudar. Tras una sesión maratónica de cuatro horas —un tiempo récord para analizar cómo gastar la riqueza de una nación—, la asamblea procedió a dar su bendición al paquete fiscal, no sin antes reservarse el derecho de hacer algunos ajustes cosméticos, como quien le pone un lazo a un elefante.
El gran coordinador, Ricardo Monreal</strong, anunció con la gravedad de un oráculo que entre las reservas propondrán ajustes de carácter técnico, probablemente relacionados con la deducibilidad de los créditos incobrables, una metáfora perfecta para la fe que inspiran muchas de las promesas gubernamentales.
El grueso de esta colosal recaudación, 5.8 billones de pesos, provendrá de los siempre generosos bolsillos de los contribuyentes, gracias al aumento de los impuestos especiales sobre esos vicios nacionales que son los refrescos, los cigarros, los casinos y, en un arranque de genialidad fiscal, los sueros orales, porque nada cura mejor la resaca económica que un buen impuesto.
Además, se dará luz verde a la captación de 157 mil millones de pesos por derechos, lo que se traduce en que los ciudadanos pagarán más por servicios esenciales como los trámites migratorios o el privilegio de ser supervisados por el Estado. Una ganga, sin duda.
Para darle un barniz de seriedad al asunto, se acepta el marco macroeconómico que predice un crecimiento de la economía entre un 1.8% y un 2.8%, una horquilla tan amplia que podría incluir desde un milagro económico hasta una siesta prolongada. Todo ello con una inflación del 3% y un tipo de cambio de 19.30 pesos por dólar, cifras que huelen a optimismo institucional por todos sus poros.
La joya de la corona es el precio del petróleo de la mezcla mexicana: 54.9 dólares por barril. Una apuesta tan valiente como pronosticar que el sol saldrá por el este, pero con la fe puesta en que el mercado del crudo se comporte con la docilidad de un perro faldero.
En un acto de magnanimidad sin precedentes, el gobierno se permitirá un programa de regularización de adeudos para las pequeñas y medianas empresas, porque qué mejor manera de demostrar clemencia que permitir que uno pague lo que ya se le debe al fisco. Asimismo, se ofrece un dulce canto de sirena a los capitales fugados: podrán regresar a casa con una tasa preferencial del 15%, con la condición de que financien los proyectos del Plan México, esa colección de obras faraónicas que prometen transformar el país en una utopía moderna.
La guinda de este pastel fiscal es el autorizado techo de endeudamiento de 1.7 billón de pesos. La oposición, haciendo el papel de Casandra, votó en contra argumentando que se está hipotecando el futuro de las próximas generaciones. Una objeción tan conmovedora como inútil en este gran carnaval de las finanzas públicas, donde la deuda no es más que el problema de los gobernantes del mañana.