El Gran Teatro del Desastre Nacional

El Gran Teatro del Desastre Nacional

En el sublime reino de la catástrofe, donde antaño existían hogares y existencias humanas, ahora se erige un monumental espectáculo de compasión burocrática. La colonia Monterrey, en la siempre pintoresca Huauchinango, se ha convertido en el escenario perfecto para la más reciente producción de El Gobierno en Acción, donde la tierra, en un arrebato de mala educación geológica, se atrevió a tragarse ocho viviendas completas sin consultar primero los protocolos de desastre.

Los actores principales de esta tragicomedia son los siempre heroicos voluntarios, esos ciudadanos comunes que, carentes de manuales operativos y estudios de impacto, se atreven a usar sus propias manos mientras esperan que la maquinaria estatal decida engranarse. José Ángel Cruz, un joven vecino que no recibió el memo sobre esperar instrucciones oficiales, lleva cinco días sosteniendo una pala como si su esfuerzo individual pudiera competir con la impecable logística gubernamental.

Mientras los caninos de rescate olfatean lo que la tierra no quiso devolver, el anciano Joaquín Gayosso observa con esa terquedad característica de quienes creen que encontrar a sus familiares es más importante que seguir los flujogramas de atención. Sus nietos, convenientemente hospitalizados, parecen no comprender que en el gran esquema de la asistencia federal, su drama familiar es apenas una estadística en proceso de catalogación.

La entrada en escena de nuestra Presidenta Claudia Sheinbaum añade ese toque shakespeariano que toda tragedia nacional merece. Su recorrido por las zonas devastadas nos regaló ese momento icónico donde la máxima autoridad del país debe recordarle a un alcalde que, en el circo democrático, la voz del pueblo ocasionalmente tiene más peso que los informes técnicos. “Usted dice que sí, pero yo le creo a la gente”, declaró, en lo que sin duda será citado en futuros manuales de relaciones públicas para desastres.

El espectáculo continúa en Veracruz, donde los damnificados, demostrando una falta total de protocolo ciudadano, se atrevieron a expresar su desesperación sin esperar su turno en el orden de la ayuda oficial. La Presidenta, en un ejercicio de paciencia budista, pidió calma mientras las redes sociales documentaban cada instante de este reality show nacional.

El guion de esta épica se repite con monótona precisión: la naturaleza, esa anciana caprichosa, insiste en llover más de lo permitido por los pronósticos oficiales. El secretario de Marina explica, con esa elocuencia técnica que tanto reconforta a los que han perdido todo, que el diluvio “superó cualquier previsión”, como si los dioses meteorológicos debieran consultar los modelos predictivos antes de descargar su ira.

Mientras tanto, la maquinaria del Estado despliega sus tentáculos: 19,000 millones de pesos presupuestados, 3,000 millones ejercidos, 6,000 elementos movilizados, 250 máquinas desplegadas. Las cifras bailan ante nuestros ojos como una coreografía numérica diseñada para hipnotizarnos con la ilusión del control. El censo avanza, los formularios se llenan, las fotografías se toman, y en algún lugar del infierno burocrático, alguien está asegurándose de que cada lágrima quede debidamente documentada para su posterior análisis estadístico.

En el gran teatro del desastre nacional, los actores cambian pero el libreto permanece: la tierra se traga vidas, los voluntarios cavan con desesperación, los funcionarios explican lo inexplicable, y nosotros, el público, aplaudimos la función desde la butaca seca de nuestros hogares intactos, convencidos de que mientras las cobijas no falten, el espectáculo debe continuar.

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